Por: Álvaro Vargas Llosa
Opinión
El Clarin (Argentina)
@ElPoliticoWeb
La crisis traumática que vive Venezuela
■ A mediados del siglo XIX, Tomás Carlyle desarrolló una teoría, que luego
se volvería famosa, sobre la historia como un proceso dirigido por
superhombres, a los que los demás tienen la obligación de reverenciar porque
son los que permiten renovar el organismo social.
La dinámica que va del apogeo a la decadencia y de la decadencia al apogeo
es un proceso -simplifico groseramente su teoría- que tiende hacia el progreso
de la humanidad gracias a los héroes.
Esta idea estaba instalada en la magín de Hugo Chávez aunque no hubiese
leído a Carlyle, como lo está en todos esos caudillos providenciales que creen
que el mundo -las instituciones, las personas- se deben moldear con el barro de
sus caprichos. La marca que dejó en su país al morir en marzo pasado fue de tal
naturaleza, que un año después su régimen sigue en pie, prolongándolo a él a
través de Nicolás Maduro, la persona a la que en su última aparición había
ungido como sucesor con el mismo método expeditivo con el que había convertido
la desprestigiada democracia en una nueva dictadura.(...)
Ese es el legado de Chávez: la nueva dictadura. No puede decirse,
estrictamente hablando, que fue él quien inauguró la nueva modalidad del
régimen autoritario latinoamericano, consistente en usar los ropajes
democráticos, incluyendo la vía electoral, para disimular la demolición de los
contrapesos republicanos, porque Alberto Fujimori se le adelantó algunos años.
Pero Chávez es quien simbolizó esta nueva variante del hombre fuerte
latinoamericano más que nadie y el que logró algo que nadie anticipaba: que su
régimen lo sobreviviese. Cuando Maduro consiguió, muy probablemente por medio
de un fraude electoral, superar a Henrique Capriles en abril, el chavismo dio
un salto cualitativo. De allí en adelante, pasó a ser un sistema cuya
permanencia no depende de quien lo fundó (aunque sí de factores, incluida la
penetración cubana, que siguen allí). Es la terrible verdad que esa mitad de
Venezuela que ve al chavismo como Sarmiento veía a Rosas o Facundo en el siglo
XIX, es decir como un regreso a la barbarie, no ha encontrado todavía la forma
de desmentir.
No puede decirse que Chávez haya logrado el mismo “éxito” póstumo en lo
relativo a su influencia internacional, que sí ha decaído pronunciadamente. Una
parte del billón y medio de dólares que el petróleo le redituó a la Revolución
Bolivariana entre 1999 y 2012 pudo sostener, mediante subvenciones y la
financiación de grupos, un “sistema” regional de alianzas y sumisiones. Pero se
está desmoronando porque la crisis traumática que vive Venezuela ha obligado a
recortar las transferencias y debilitado la autoridad sobre los países del Alba
y de Petrocaribe. Allí están todavía los gobiernos inspirados en Chávez, pero
no son más de un puñado; los otros, que seguían a Caracas en política exterior
a cambio del dinero que recibían, van hoy por la libre. El impacto en los
organismos de integración o de coordinación regionales no será en los años
venideros el que fue hasta la muerte de Chávez.
Es necesario recordarlo: Chávez no cayó del cielo; fue un producto de la
democracia elitista e institucionalmente débil del “puntofijismo”, esas cuatro
décadas que median entre la recuperación de la libertad en 1958 y la elección
del comandante en 1998. Sólo si lo tienen muy presente podrán los venezolanos,
cuando recuperen su libertad, lo que por desgracia no ocurrirá pronto, hacer un
nuevo intento republicano sobre bases más permanentes. Para acabar de _una vez
por todas con los superhombres.