La vida de Juan Gelman estaba
marcada por la muerte de su hijo y su nuera a manos de la dictadura y la
búsqueda de su nieta
Juan Gelman, el poeta de los ojos
tristes, era capaz de arrancarse de madrugada a rasguear la guitarra; en
tiempos en que su pesadilla era más grande, pues buscaba con ahínco pero sin
esperanza a su nieta secuestrada en 1976 por los golpistas de Videla, la poesía
y esos instantes de la noche le devolvían a la vida, como si se la prestaran.
Esa larga historia que lo convirtió en huérfano de su hijo y en abuelo en
perpetuo estado de incertidumbre lo llenó de pena, y “la pena”, dijo una vez
con su enorme capacidad para la melancolía y el sarcasmo, “es un territorio muy
amplio, probablemente argentino”. Él nunca se quitó de veras la pena.(...)
Cuando en 2000
apareció la nieta, una joven que había vivido hasta entonces con un
matrimonio al que se la entregaron los militares, se alivió la pesadumbre pero
mantuvo su rastro. Fue mucho pesar, él lo llevó con la dignidad personal de un
combatiente. A veces, cuando recitaba en público y aún existía esa sombra en su
vida, cada verso era un esfuerzo y una rasgadura, como si llorara en voz baja.
Por eso asombraba en esos instantes en que le robaba a alguien la guitarra que
riera y cantara como si fuera otro.
Esa búsqueda de la nieta
fue la razón mayor de su tristeza, pero nunca fue un hombre vencido. Ahora,
consciente de la enfermedad que acabó con su vida, tuvo energía aún para desear
a sus amigos un año menos difícil. Volvió del hospital, donde entró y salió
desde el último noviembre, porque quiso que fuera en su casa donde dijera adiós
a todo esto.
Nació en Argentina en
1930. El golpe de Estado de Videla lo condujo al exilio en México, de donde
jamás quiso volver a su país. Su nuera esperaba una criatura cuando la
secuestraron; de ella y del hijo de Gelman no se supo nunca más; el poeta
estaba seguro de que la criatura vivía en alguna parte. La movilización mundial
a favor de su lucha por encontrarla chocó durante años contra la inepcia del
Vaticano, al que acudió, y de los gobiernos uruguayo y argentino, pero contó
con el apoyo de sus escritores, periodistas y activistas. Sus amigos José Saramago y
Eduardo Galeano presidieron una campaña mundial a favor de la búsqueda de la
nieta; esa campaña se intensificó cuando por fin hubo noticias que
daban fe de que la muchacha existía, y en 2000 al fin se produjo ese encuentro.
Macarena Gelman tiene ahora 35 años y vive en Uruguay. Esa noche del
reencuentro su amigo Mario Benedetti dijo: “Hablé con Juan y está de lo más
feliz”.
Esa noticia fue para él la
emoción más grande de su vida. Su poesía, irónica y secreta, escrita desde la
melancolía, vivió momentos más claros; pero él siguió siendo el poeta de los
ojos tristes que a veces ocultaba la risa tras el bigote poblado. Alto,
desgarbado, Gelman caminaba dejando atrás, siempre, la estela del humo de su
cigarrillo. Su voz tenía la cadencia del silencio; podía recitar ante miles,
pero jamás levantó la voz. Últimamente había adelgazado mucho, de modo que
cuando se desplazaba parecía que iba a volar tras el humo.
En el último mes de abril,
cuando publicó su libro Hoy, de prosa poética, como muchos de los suyos,
explicó aquí qué
sintió cuando fue condenado uno de aquellos verdugos de su hijo.
“Entre los culpables del asesinato de mi hijo había un general que fue
condenado a prisión perpetua. Pero cuando dictaron la sentencia yo no sentí
nada. Ni odio, ni alegría. Y me pregunté por qué, y eso me llevó a escribir,
para preguntarme qué había pasado”. En esa conversación, Gelman resumió su
disgusto con el papa Francisco, a quien había acudido cuando éste era el obispo
Bergoglio en busca de ayuda para encontrar a su hijo. El obispo le dijo que no
podía hacer nada, “pero ante la justicia declaró otra cosa, que había hecho
gestiones sin éxito”.
Esa larga lucha (35 años
buscando rastros de la vida de los suyos) no sólo lo marcó como persona, sino
que llenó de amargura y sarcasmo su escritura. Él tenía, decía, “la confianza
lastimada”. También con respecto al porvenir del mundo. Ese hombre está en sus
versos.
Ganó los principales
premios de la literatura en español: el Rulfo,
el Reina Sofía de
poesía, el Cervantes (en
2007). Para él, la poesía era “una forma de resistencia”, pero ese
compromiso civil no alteró su manera de ser poeta. ¿Hermético?, se preguntaba.
“No, lo que hago es respetar al lector, obligarlo a que lea por dentro”. En el
Ateneo de Madrid, en uno de sus tumultuosos recitales, siete años después del
hallazgo de la nieta, leyó su poema padre de entonces como si fueran a
temblar sus manos, sus ojos, él entero: “Así que has vuelto / como si hubiera
pasado nada / como si el campo de concentración no / como si hace veintitrés
años / que no escucho tu voz ni te veo / han vuelto el oso verde tú / sobre
todo larguísimo y yo / padre de entonces / hemos vuelto a tu hijar incesante /
en estos hierros que nunca terminan / ¿Ya nunca cesarán? / ya nunca cesarás de
cesar / vuelves y vuelves / y te tengo que explicar que estás muerto”. La
ovación compungida de la gente fue la confirmación de que el público y el poeta
se leyeron por dentro.
Esa historia fue su vida:
el hijo muerto, la hija muerta, la nieta en un paradero sobre el que él
arañaba. Todo eso seguía vivo en su mirada, por tanto en esos versos, padre
de entonces. Fue comunista, periodista y resistente, la sombra de esa
historia no le permitió jamás olvidar esa militancia contra el olvido.
Fue un resistente
comprometido también con los cambios habidos en su país para revertir los
efectos de la ley de punto final que había proclamado el presidente Alfonsín.
Esa “impunidad espantosa” fue anulada por el presidente Kirchner y dio paso a
las condenas de los represores, entre ellos los represores de su familia. Y
desde ese punto de vista defendió aquí al juez Garzón cuando éste trató de
perseguir el franquismo y restituir la dignidad de los perseguidos durante la
dictadura. “No entiendo”, dijo entonces, “el castigo a Garzón por rastrear la
memoria”.
Un día le pregunté quién
era. Y él dijo:
--Quién sabe. Yo, no.