Vistas de página en total

25 marzo, 2011

GAITÁN, SIEMPRE GAITÁN


El autor de este artículo y su hijo en el monumento a Gaitán en Bogotá

Abg. Juan Arturo Hernández Breznik

El 9 de abril de 1948 tiene un significado muy preciso para muchos colombianos, quienes categóricamente afirman que esa fecha partió en dos la historia de Colombia. Les confieso que fue a partir del momento en que comencé a estudiar y a investigar sobre la vida, muerte y permanente presencia de Jorge Eliecer Gaitán Ayala que yo cambié radicalmente mis conceptos sobre Colombia y el pueblo colombiano; y que hoy a 63 años de su vil asesinato, estoy convencido de que para entender el conflicto por el que transita Colombia, es indispensable entender la importancia de la figura de Gaitán en la vida política colombiana y los efectos que su muerte ha tenido en el desarrollo subsiguiente de los acontecimientos nacionales; incluso soy capaz de afirmar que la vida política de Gaitán aun no ha terminado.

Gaitán se da a conocer a nivel nacional en 1928, cuando lideró las investigaciones y los debates en el congreso de la República por el asesinato de un número, aún no determinado, pero que se estima en 32.000 trabajadores de la United Fruit Company en la región de Ciénaga, Magdalena; donde los obreros exigían condiciones laborales, hasta entonces inexistentes, y un trato justo por parte de sus contratistas, y fueron masacrados por un regimiento de las Fuerzas Armadas de Colombia, en lo que se conoce como la Masacre de las Bananeras, que hizo que lo bautizaran como el “Tribuno del Pueblo”, cuando afirmó en el congreso: “En este país el gobierno tiene la metralla homicida para los hijos de la patria y una temblorosa rodilla en tierra ante el oro norteamericano”.

Fue Rector de la Universidad Libre, Ministro de Educación y del Trabajo, y Alcalde de Bogotá, cargos en los cuales no fue muy brillante, no por deficientes cualidades de administrador, sino porque el siempre estuvo negado a las meras formalidades, generalmente publicitarias; sus elevados ideales revolucionarios y la materialización de su ideario político ameritaban un espacio que sólo lo daba la Presidencia de la República; como líder fundamental tenía una concepción de Estado y un programa nacional que desde ningún otro cargo podía desarrollar.

Ya para 1948, Gaitán se convierte en Jefe del Partido Liberal; aunque lo adoraban los pobres de todas las banderas; pues, cómo el mismo lo afirmaba: ¡el paludismo no es conservador ni liberal!, o se preguntaba: ¿Qué diferencia hay entre el hambre liberal y el hambre conservadora? De todas partes el pueblo acude a escucharlo, y a la vez a escucharse; orador de voz insinuante, con sentido del humor y de la ironía, gesto sobrio, sangre fría y algo de teatralismo, con el que hasta con sus silencios electrizaba a las multitudes conformadas por cientos de miles colombianos que acudían a su llamado para manifestar con fervor popular su apoyo y respaldo incondicional. El autor venezolano William Briceño afirma en su libro Gaitán después de medio siglo: “fue como un látigo para los gobernantes y los oligarcas y una antorcha iluminadora para los cientos de miles de colombianos que sólo esperaban la señal del caudillo para recorrer el camino que ella ordenara”. En toda Colombia se comenzó a tener la certeza de que “si no lo matan, Gaitán será el presidente”; a lo que el mismo un día respondió: “Ninguna mano del pueblo se levantará contra mi, y la oligarquía no me mata porque sabe que el país se vuelca y las aguas demorarán cincuenta años en volver a su nivel normal”. Comprarlo no se podía. ¿A qué tentación podía sucumbir este hombre que despreciaba el placer, dormía solo, comía poco, era abstemio, y no aceptaba la anestesia para sacarse una muela?

El 9 de abril de 1948, se celebraba en Bogotá la IX Conferencia Panamericana, en la cual se creó la Organización de Estados Americanos (O. E. A.), bajo el slogan de “la hermandad americana”, esto lamentablemente colocaba una careta a Bogotá. Turistas de todos los pueblos se confundían por las carreras, avenidas y plazas bogotanas cubiertas por la policromía de los símbolos patrios, cambiando cosméticamente el rostro de una ciudad melancólica en cuyo corazón se agitaba la inconformidad social, propia de un pueblo, que para ese momento, sufría en carne viva, el asfixiante aumento del índice del precio de los alimentos en 425 puntos con respecto al año anterior. Cualquier cosa podría pensarse en aquel ambiente, en el que se pretendía expresar al mundo la fraterna relación de los pueblos americanos, menos que Colombia recibiría el tajo divisional de la cortante espada de la historia.

Gabriel García Márquez, quien afirma en sus memorias haber sido testigo de este acontecimiento (Vivir para contarla, Pag. 335 y siguientes), nos cuenta: En ese ámbito intenso me senté a almorzar en el comedor de la pensión donde vivía, a menos de tres cuadras de la esquina de la carrera séptima con la avenida Jiménez de Quesada. No me habían servido la sopa cuando Wilfrido Mathieu se me plantó espantado frente a la mesa. –¡Se jodió este país! Acaban de matar a Gaitán frente a El Gato Negro-. Permanecí en el lugar del crimen unos diez minutos más, sorprendido por la rapidez con que las versiones de los testigos iban cambiando de forma y de fondo hasta perder cualquier parecido con la realidad. Gaitán había salido del edificio donde tenía su oficina, sin escoltas de ninguna clase, y en medio de un grupo compacto de amigos, cuando recibió los disparos. Las cuadrillas de limpiabotas armados con sus cajas de madera trataban de derribar a golpes las cortinas de la droguería donde los escasos policías de guardia habían encerrado al agresor para protegerlo de las turbas enardecidas. El agresor, aferrado a un agente de la policía, sucumbió al pánico ante los grupos enardecidos que se precipitaron contra él. –Agente –suplicó casi sin voz- no deje que me maten-. (fin de la cita).

Era Juan Roa Sierra, un hombre del pueblo, de mentalidad anormal, que sufría algunos estados delirantes, y en ciertos momentos suplantación de su personalidad. Los relatos de su concubina “5 días antes del 9 de abril cuando le reclamaba por nuestra mala situación económica me dijo: no te preocupes por la mala situación, pues dentro de unos días tendré suficiente dinero para la solución de todos los problemas económicos y para la mejor educación de nuestra hija”; no dejan duda de que fue un homicida por encargo, que fue arrojado a la multitud, para ser linchado y de esta forma borrar cualquier huella que pudiera dar con los autores intelectuales del crimen. Ahora, 63 años después, todas las investigaciones, incluso las declaraciones de Gloria Gaitán Jaramillo, única hija de Gaitán, coinciden que fue un complot entre la oligarquía colombiana, la CIA y el gobierno norteamericano.

De inmediato, como nos describe Eduardo Galeano en su libro Memorias del Fuego, el pobrerío brota de los suburbios y descuelga de los cerros, avanza en tropa hacia todos los lugares, huracán del dolor y la ira que viene barriendo la ciudad, rompiendo vidrieras, volcando tranvías, incendiando edificios; ¡lo mataron! ¡lo mataron! Llamas invaden el centro de Bogotá, las ruanas indias y las alpargatas obreras, manos curtidas por la tierra o por la cal, manos manchadas de aceite o de lustre de zapatos, y al torbellino acuden los changadores, los estudiantes y los camareros, las lavanderas del río y las vivanderas del mercado, las siete amores y los siete oficios, los buscavidas, los busca muertes y los busca suertes; del torbellino se desprende una mujer llevándose cuatro abrigos de piel, todos encima, torpe y feliz como una osa enamorada; como un conejo huye un hombre con varios collares de perlas en el pescuezo y como una tortuga camina otro con una nevera en la espalda.
En las esquinas, niños en harapos dirigen el tránsito, presos revientan los barrotes de las cárceles, alguien corta a machetazos las mangueras de los bomberos. Bogotá es una inmensa fogata y el cielo una bóveda roja; de los balcones de los ministerios incendiados llueven máquinas de escribir y llueven balazos desde los campanarios de las iglesias en llamas. Los policías se esconden o se cruzan de brazos ante la furia.
Desde el palacio presidencial, se ve venir el río de gente. Las ametralladoras han rechazado ya dos ataques, pero el gentío alcanzó a arrojar contra las puertas del palacio al destripado pelele que había matado a Gaitán.
Doña Bertha, la primera dama, se calza un revolver en el cinto y llama por teléfono a su confesor: -Padre tenga la bondad de llevar a mi hijo a la Embajada americana- Desde otro teléfono el presidente, Mariano Ospina Pérez, manda a proteger la casa del General Marshall, y dicta órdenes contra la chusma alzada. Después se sienta y espera. El rugido crece desde las calles. Tres tanques encabezan la embestida contra el palacio presidencial. Los tanques llevan gente encima, gente agitando banderas y gritando el nombre de Gaitán, y detrás arremete la multitud erizada de machetes, hachas y garrotes. No bien llegan al palacio, los tanques los detienen. Giran lentamente las torretas, apuntan hacia atrás y empiezan a matar pueblo a montones.
Alguien deambula en busca de un zapato. Una mujer aúlla con un niño muertos en los brazos. La ciudad humea. Se camina con cuidado, para no pisar cadáveres. Un maniquí descuajaringado cuelga de los cables del tranvía. Desde la escalinata de un monasterio hecho carbón, un Cristo desnudo y tiznado mira el cielo con los brazos en cruz. Al pie de esa escalinata, un mendigo bebé y con vida, al que la mitra del arzobispo le tapa la cabeza hasta los ojos y una cortina de terciopelo morado le envuelve el cuerpo, pero el mendigo se defiende del frío bebiendo coñac francés en cáliz de oro, y en copón de plata ofrece tragos a los caminantes. Bebiendo y convidando, lo voltea una bala del ejército.
Suenan los últimos tiros. La ciudad, arrasada por el fuego, recupera el orden. Al cabo de tres días de venganza y locura, el pueblo desarmado vuelve al humilladero de siempre, a trabajar y a tristear. (fin de la cita)

Mientras tanto, los dirigentes más altos del liberalismo oficial, los mismos que 24 horas antes estaban sentados con Gaitán, desafiaban los riesgos de las calles en guerra, tratando de llegar al palacio presidencial para negociar un “compromiso de unidad” con el gobierno conservador. Ya en la mañana del 10 de abril, el presidente comunicó a los jefes liberales que, “en aras del bienestar del país”, le ofrecía al liberalismo participar en la formación de un nuevo gobierno de unión nacional. Los liberales aceptaron la invitación, también “en aras del pueblo colombiano”. Este acuerdo cupular que traicionó la memoria de Gaitán y la lucha popular, diez años después se consolidó en lo que se llamó el “Frente Nacional”; (un pacto muy parecido al que en Venezuela se llamó Pacto de Punto Fijo), y que logró mantener a la oligarquía colombiana en el poder hasta nuestros días.

Por todo lo narrado queda en evidencia que Gaitán es una figura sobre la cual existen todavía muchas interrogantes, por supuesto, sobre las circunstancias que rodearon su asesinato. Interrogantes sobre sus capacidades de estadista. Interrogantes sobre la dirección que quiso darle al país. Interrogantes sobre la postura que asumió su equipo más cercano cuando su sangre todavía estaba caliente. Interrogantes sobre la violencia que se desato después de su asesinato. Interrogantes que habría que analizar en artículos separados. Dejo aquí este breve resumen de quien es para mi, después de Simón Bolívar, el más grande visionario que ha tenido América latina. Para concluir, un estracto de la oración por la paz pronunciada por Gaitán en 7 de febrero de 1948: “Os pedimos que nuestra patria no transite por caminos que nos avergüencen ante propios y extraños. ¡Os pedimos hechos de paz y de civilización!