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22 junio, 2010

En el fútbol: COSAS RARAS

Eduardo Galeano



En el año 2002, Clint Mathis, estrella del fútbol de los Estados Unidos, anunció que su selección iba a ganar el campeonato del mundo. Era lógico, era natural, como él explicó, “porque nosotros somos el país líder en todo”. El país líder en todo entró en octavo lugar.

En el fútbol ocurren cosas raras. En un mundo organizado para la cotidiana confirmación del poder de los poderosos, nada hay más raro que la coronación de los humillados y la humillación de los coronados; pero en el fútbol, a veces, esa rareza se da.

Sin ir más lejos, en el año 2004 un club palestino fue campeón de Israel, por primera vez en la historia, y por primera vez en la historia un club checheno fue campeón de Rusia. Y en la Olimpíada de Grecia, la selección de fútbol de Irak, en plena guerra, venció varios partidos y llegó a disputar las semifinales del torneo, de sorpresa en sorpresa, contra todo pronóstico y contra toda evidencia, y fue la número uno en el fervor popular.

El club árabe Bnei Sakhnin y el club checheno Terek Grozny, flamantes campeones de Israel y de Rusia, tienen algunas cosas en común con la selección nacional de Irak.

Se trata de equipos que de alguna manera representan a pueblos que no tienen el derecho de ser lo que quieren ser, que padecen la maldición de vivir sometidos a banderas ajenas, despojados de su soberanía, bombardeados, humillados, empujados a la desesperación.

Y por si todo eso fuera poco, los tres son equipos modestos, desconocidos o casi, sin ningún jugador famoso, y pobres. En realidad, ni siquiera tienen estadio. Nunca juegan en casa, nunca son locatarios. Son equipos errantes, condenados a jugar en tierras extrañas y ante tribunas vacías. En la aldea de Sakhnin, en Galilea, nunca hubo un estadio ni cosa semejante, aunque el gobierno israelí lo ha prometido varias veces. El Terek jugaba en el estadio de Grozny, que está clausurado desde que los independentistas chechenos colocaron allí una bomba bajo la butaca del presidente impuesto por los rusos. Y en Irak sólo hay campos de batalla. Ya no quedan campos de fútbol. Las tropas de ocupación, que a esta altura han olvidado ya los pretextos de su invasión criminal, han convertido los espacios deportivos en hospitales o en cementerios. Donde estaba el estadio de Bagdad, hay ahora una base militar que alberga tanques de los Estados Unidos. La selección iraquí entrenó en campos donde pastaban los rebaños de ovejas.

Un símbolo poderoso, un asunto misterioso: no se sabe por qué, aunque no faltan teorías, pero el hecho es que en el mundo de nuestro tiempo, mucha gente encuentra en el fútbol el único espacio de identidad en el que se reconoce y el único en el que de veras cree. Sea como fuere, por los motivos que sea, la dignidad colectiva tiene mucho que ver con el viaje de una pelota que anda por los caminos del aire.

Enrique Pichon-Rivière, psiquiatra argentino, amoroso estudioso del dolor humano, había comprobado la eficacia del fútbol como terapia de las patologías derivadas del desprecio y de la soledad. Este deporte compartido, que se disfruta en equipo, contiene una energía que mucho puede ayudar a que aprendan a quererse los despreciados y a que se salven de la soledad los que parecen condenados a incomunicación perpetua.

Es muy reveladora, en este sentido, la experiencia en Australia y en Nueva Zelanda. Allí, las lenguas nativas no conocían la palabra “suicidio”, por la sencilla razón de que el suicidio no existía en la población aborigen. Al cabo de algunos siglos de racismo y marginación, la violenta irrupción de la sociedad de consumo y sus implacables valores han logrado que los indígenas elijan ahorcarse. En estos últimos años, sus niños y jóvenes han registrado los índices de suicidios más altos del mundo.

Ante ese panorama aterrador, de tan profundas raíces, de raíces tan rotas, no hay fórmulas mágicas de curación. Pero por algo coinciden los testimonios de la linda gente que trabaja contra la muerte. Son sorprendentes los resultados de esta terapia capaz de devolver los perdidos sentimientos de pertenencia y fraternidad: el deporte, y sobre todo el fútbol, es uno de los pocos lugares que brindan refugio a quienes no encuentran lugar en el mundo, y mucho contribuye al restablecimiento de los lazos solidarios rotos por la cultura del desvínculo que hoy por hoy manda en Australia, en Nueva Zelanda y en el mundo.

No es un milagro químico. Están dopados por el entusiasmo y la alegría. Los once jugadores de cada equipo son mucho más que once. En ellos, juega un gentío. Mejor dicho: en ellas. Estos son rituales de afirmación de los humillados.