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17 septiembre, 2024

La piratería en el Caribe americano

 

Por Orlando Arciniegas*

Este tema, el de la piratería, con toda su significación histórica, me es un tanto ajeno. Por estos días he vuelto sobre él, a solicitud de uno de mis exalumnos que lo ha hecho objeto de gran atención. Él mismo, en cierta forma, ha sido una de mis fuentes principales, por sus búsquedas en archivos españoles, y por sus estudios doctorales en la Universidad Católica Andrés Bello, de donde egresó en 2013. Así que mucho de lo que sé relativo a las acciones de pillaje y robos que, en el Caribe, adelantaron ora piratas y corsarios, ora bucaneros y filibusteros, se lo debo a él. Era esta una compleja fauna que, con diferente motivación, juntaban el gusto por el botín, las juergas plagadas de pecados y las descargas adrenalínicas de la captura, la pelea y la navegación furtiva. 

Nadie que se adentre en este mundo de los villanos del mar puede quedar indiferente. Estos _lobos de mar_ eran, por una parte, ciertamente corajudos y extravagantes, de rostros patibularios, que exhibían con orgullo y descaro las cicatrices de sus intrépidas aventuras; y, por otra parte, eran capaces de las más atroces fechorías sin ninguna contrición. Su mundo era uno de excesivo machismo, lleno de palabrotas, en el que las mujeres piratas fueron apenas unas pocas. De las declaradas _en tales pasos_, casi solo Anne Bonny y Mary Read ―irlandesa e inglesa―, que vestían y peleaban como hombres, y cuyos días de aventura concluyeron en octubre de 1720, cuando su barco, el del temible pirata inglés John Rackham ― _Calico Jack_―, autor de la más famosa bandera pirata, fuera tomado por el corsario también inglés Jonathan Barnet, en el plan de cazapiratas al servicio del gobernador de Jamaica. 

Rackham y toda su tripulación fueron colgados, en Port Royal, Jamaica, con la excepción de Bonny y Read que, al estar embarazadas, pagaron prisión. Port Royal era ya un sitio de ejecución, en lugar del otro, en el que había sido una república pirata, plaza de juergas interminables de los corsarios bajo protección inglesa y holandesa, que esperaban turno para el asalto a los barcos españoles. Por sus abundantes tabernas, casas de juego y burdeles para marineros alardosos, mereció que alguien la llamara “la ciudad más malvada de la Tierra”. La ocupación inglesa, que siguió a la invasión de 1655, la adecentó y acabó con su condición de antro de placer. 

El tema de la piratería, sin embargo, si nos atenemos a la definición que Marc Bloch diera de la historia, como la “acción de los hombres en el tiempo”, tiene toda la respetabilidad académica del caso. Y, por supuesto, que sobre su objeto abundan los estudios y trabajos. Autores nos advierten que la piratería se remonta en sus orígenes “casi a la par de la navegación misma” y del robo, diríamos. Pues son inseparables. Y nada cuesta admitir que sigue existiendo. Es un fenómeno que se ha reproducido en todos los mares del globo. En el pillaje en el mar no hay que perder de vista la estrecha relación que ese delito ha tenido con la política y los negocios, tanto de los países como de los particulares que lo han auspiciado.   

Desde la Edad Media fueron los reyes, nobles y mercaderes quienes financiaban las expediciones de corsarios, piratas en regla (con patente de corso), lo que los legitimaba para el pillaje, y gozar de protección. En América, que es el espacio al que nos referimos, el trajín pirático está asociada a ciertas circunstancias históricas. En 1493, apenas un año después del _descubrimiento_ (Antes, llegaron vikingos a Terranova y, quizá, polinesios a Sudamérica), castellanos y lusitanos pactaron, con la anuencia de Alejandro VI, papa entre 1492 y 1503, muy vinculado a los Reyes Católicos, una repartición de territorios americanos que, excluía de entrada, a los “maltrechos vecinos y antiguos socios comerciales”. Acuerdo que se refrendaría luego en el Tratado de Tordesillas, de 7 de junio de 1494, entre Portugal y España para dividir las tierras “descubiertas y no descubiertas” por ambas Coronas fuera de Europa, bajo el concepto de _mare clausum_ (cerrado) ibéricos.

Al monopolio ibérico, el resto interpuso sus piratas. Además del de la exclusión, pesarían los conflictos entre las principales monarquías occidentales: España, Francia e Inglaterra, por el control de Europa, de las nuevas rutas comerciales y de la riqueza de los nuevos territorios. Sin dejar de señalar los que derivaban del asedio berberisco y otomano, que se alargó en el Mediterráneo hasta fines del siglo XVII. La más fuerte rivalidad inicial fue entre españoles y franceses. Esto explica que, en 1522, un francés, Jean Fleury (Juan Florín), oficial de la marina y corsario, efectuara la primera incursión pirata registrada. El botín fue de lo más sustancioso. Capturó en las cercanías de las Islas Azores la flota española que, procedente de Veracruz, trasladaba el llamado tesoro de Moctezuma, enviado por Hernán Cortés al emperador Carlos V. Esto dispararía la piratería en el Caribe (el mar Caribe, el golfo de México y la costa atlántica de la península de la Florida) durante los siglos XVI y XVIII.

Los españoles idearon, para defender la ruta de las Indias y frenar a los piratas,  la gran escuadra naval, convoyes que escoltaban el oro y la plata hacia Europa. A mediados del siglo XVI ya mostraban su efectividad. Para fines de dicho siglo eran los galeones artillados los que daban protección a las remesas. También para ese tiempo desapareció la piratería francesa. La Corona gala consideró coincidentes sus intereses con los de la dinastía borbónica española. Pero quedaban muchos corsarios en acción, sobre todo ingleses y neerlandeses, y otros tantos piratas aventureros. Ya, a mediados del siglo XVI, había ocurrido un ataque inglés. Tiempo después, el empeoramiento de las relaciones entre las dos Coronas llevaría a una confrontación abierta en aguas del Nuevo Mundo, sería la guerra anglo-española que se extendió entre 1585 y 1604. La enorme riqueza que España acarreaba en sus barcos era sin duda codiciable y, se sabía, que vulnerable.

Sobrevendrían los tiempos de la flota corsaria de John Hawkins y Francis Drake, con el franco respaldo de la Corona inglesa. El terrible Drake (1540-1596) al frente de una gran flota cruzaría el estrecho de Magallanes y atacaría las costas de Chile y Perú, luego, también, los puertos atlánticos de España. Por otra parte, los Países Bajos que se mantenían en guerra contra España, reclamando su independencia, oficializarían su alianza con los ingleses mediante el Tratado de Nunsoch en 1585. En fin, la guerra corsaria y pirática no desaparecería en el Caribe, sino cuando todas las potencias acordaron, más que todo a la fuerza, un nuevo reparto en el Nuevo Mundo. Entonces, todos se decidieron a ponerle fin. Eso ocurrió en la segunda década del ‘Siglo de las Luces’, según lo dijera el historiador español Manuel Lucena Salmoral.

*Historiador. Profesor Titular (J) de la Universidad de Carabobo.