Por José Luis Farías* /
Opinión
Las Reflexiones sobre Gandhi, que George Orwell plasmó en un
breve ensayo en 1949, se revelan como un documento sorprendentemente
contemporáneo en la discusión sobre la lucha contra el autoritarismo y los
límites del pacifismo. Orwell, con su aguda percepción de la política y su
firme compromiso con la claridad moral, no solo desentraña las complejidades de
la resistencia no violenta en un mundo cada vez más oscuro, sino que también
aborda la tensión inherente entre ideales y realidades políticas. Su análisis
proporciona una visión penetrante sobre cómo la teoría gandhiana puede
enfrentarse a la crueldad y la opresión de los regímenes totalitarios, y hasta
qué punto el pacifismo puede convertirse en un ejercicio de futilidad cuando se
enfrenta a la maquinaria implacable del poder autoritario. La vigencia de estas
reflexiones invita a cuestionar el papel del pacifismo en un mundo donde la
tiranía y la represión parecen ser la norma, y donde la resistencia no violenta
a menudo se enfrenta a obstáculos insuperables. En un tiempo y contexto donde
la lucha contra el autoritarismo sigue siendo un desafío crucial, las
observaciones de Orwell sobre Gandhi siguen ofreciendo lecciones fundamentales
y una perspectiva crítica sobre la efectividad y las limitaciones de las
estrategias de resistencia.
El Límite del Pacifismo
Mohandas Gandhi, nacido en 1869, es indudablemente una de las figuras más veneradas en la historia moderna, no solo por su lucha contra el imperialismo británico, sino por su firme creencia en la resistencia no violenta. Sin embargo, al considerar el impacto de su filosofía en contextos distintos al suyo, surgen interrogantes significativos sobre su comprensión y aplicabilidad, especialmente cuando se enfrenta al fenómeno del totalitarismo.
La premisa fundamental de la resistencia gandhiana es el
despertar del mundo a la injusticia mediante la visibilidad y la exposición
pública. Esta estrategia, que encontró resonancia en su lucha contra el
colonialismo, parece insuficiente y hasta ingenua frente a regímenes que operan
en la oscuridad.
El tratamiento relativamente paciente que Gandhi recibió por
parte de los británicos y su habilidad para atraer la atención de la prensa no
eran meros productos de su carisma. Estos eran elementos integrales de su
estrategia, diseñada para iluminar su causa a los ojos del mundo y movilizar la
opinión pública. Gandhi entendía que para desafiar eficazmente una potencia
imperial, era esencial que el mundo viera sus acciones y escuchara sus
demandas. En este sentido, su enfoque dependía de una infraestructura mediática
y una libertad de expresión que permitieran la visibilidad de su mensaje y sus
métodos.
El problema surge cuando trasladamos esta visión a un
contexto totalitario. "Es difícil -insiste Orwell- ver cómo podrían
aplicarse los métodos de Gandhi en un país donde los opositores al régimen
desaparecen en mitad de la noche y nunca se vuelve a saber de ellos." El
concepto de desobediencia civil y resistencia no violenta se vuelve
problemático sin libertad de expresión o al menos una opinión pública aunque
fuere restringida. ¿Cómo puede una estrategia basada en la visibilidad y la
comunicación sostenerse en un país donde la represión y el silencio son la
norma? El caso de Rusia bajo el régimen de la Unión Soviética durante la época
de Stalin demuestra que sin un espacio para la libertad de prensa y el derecho
de reunión, la desobediencia civil se convierte en un acto de alto riesgo sin
una salida clara. "Las masas rusas sólo podrían practicar la desobediencia
civil si la misma idea se les ocurriera a todos a la vez, e incluso en ese caso,
a juzgar por lo ocurrido durante la hambruna ucraniana, no hubiera surtido
ningún efecto." Gandhi, a pesar de su aguda percepción de la opresión
colonial, podría no haber comprendido completamente cómo sus métodos se
desmoronarían en el vacío de un régimen totalitario. En los contextos
opresivos, el acto de aparecer en la arena pública para hacer oír la voz se
vuelve inviable. La falta de una plataforma para el discurso y la protesta
limita drásticamente la capacidad de provocar un cambio o siquiera de
comunicarse con el adversario.
La cuestión entonces se torna aún más compleja cuando
consideramos la política internacional. Gandhi, en su pacifismo, a menudo se
enfrentó a dilemas morales y prácticos que cuestionaban la aplicabilidad de su
filosofía en un ámbito global. Durante la Segunda Guerra Mundial, sus
declaraciones contradictorias sugieren una consciente lucha con la realidad de
un mundo que no siempre respondía a gestos generosos con reciprocidad. Aquí
radica la dificultad: "Aplicado a la política exterior, el pacifismo deja
de ser tal, o bien se transforma en apaciguamiento", cuando se enfrenta a
regímenes que no valoran ni responden a la buena voluntad.
Además, el supuesto gandhiano de que la humanidad responde a
la generosidad se enfrenta a severos desafíos cuando se trata de tratar con
líderes o regímenes que parecen operar fuera del marco de la racionalidad y la
empatía. ¿Podemos aplicar el mismo principio de acercarse a las personas y
esperar una respuesta amigable en el caso de figuras como Hitler, cuya
ideología y acciones reflejan una completa negación de los principios de
justicia y humanidad? La gratitud y la reciprocidad no siempre juegan un papel
en la política internacional, especialmente cuando se trata de naciones o
líderes cuyo comportamiento está dictado por objetivos y valores
fundamentalmente diferentes.
Virtud y Azar
En la compleja trama de la política contemporánea mundial,
donde los adversarios no son meras sombras en el horizonte, sino figuras
definidas con motivaciones, estrategias y narrativas propias, se hace
indispensable trazar un mapa que permita navegar por estas aguas agitadas. La
política, como un juego de ajedrez en el que cada movimiento puede significar
la victoria o la derrota, exige un conocimiento profundo del enemigo. No se
trata únicamente de identificar sus debilidades, sino de comprender su esencia,
su forma de pensar, los relatos que construyen para justificar sus acciones y,
sobre todo, las fuerzas que movilizan.
Los retos son múltiples y variados, y en este escenario se
entrelazan la virtud del liderazgo y el azar de las circunstancias, diría el
gran florentino. Un líder eficaz no solo debe ser capaz de inspirar y movilizar
a su base, sino también de adaptarse a un entorno cambiante que puede alterar
radicalmente el curso de los acontecimientos. A menudo, las victorias más
resonantes han sido el resultado de una combinación de preparación meticulosa y
una pizca de fortuna.
La lucha política es un campo de batalla donde el
conocimiento se convierte en la mejor arma. Conocer al adversario y a nosotros
mismos es el primer paso hacia la victoria. Sin embargo, la historia nos
recuerda que incluso los planes más elaborados pueden verse frustrados por el
caprichoso azar de las circunstancias. Así que, mientras trazamos nuestras
estrategias y delineamos nuestros objetivos, nunca debemos olvidar que en esta
lucha constante por el poder y la verdad, el conocimiento es nuestro aliado más
fiel.
En un mundo donde la sombra del autoritarismo se cierne sobre
muchas democracias, la lucha política se convierte en un ejercicio de precisión
casi quirúrgica. No se trata simplemente de oponerse a un régimen; es un arte
complejo que exige una calibración meticulosa del adversario. La naturaleza
ideológica de un gobierno autoritario no es solo un dato a considerar, sino una
brújula que orienta cada acción, cada estrategia.
Los regímenes autoritarios no son homogéneos; cada uno posee
su propia narrativa, su propia justificación para el ejercicio del poder.
Algunos se envuelven en un manto de nacionalismo exacerbado, otros apelan a una
supuesta superioridad moral o cultural. Conocer esta ideología es fundamental,
no solo para desarticularla, sino para ofrecer una alternativa creíble y
atractiva. Ignorar este aspecto sería como enfrentarse a un adversario en el
tablero de ajedrez sin conocer las reglas del juego.
Así, el legado de Gandhi, aunque monumental en su contexto,
nos invita a reflexionar sobre los límites de su enfoque en un mundo donde la
visibilidad y la comunicación abierta no siempre son posibles. El pacifismo, en
su esencia, se enfrenta a una prueba de resistencia en el contexto de regímenes
totalitarios y en la arena de la política internacional. La pregunta subyacente
es si los ideales gandhianos pueden adaptarse y sobrevivir en un mundo donde el
poder opera desde la penumbra y donde la gratitud y la reciprocidad no siempre
se encuentran en el diccionario de la política global. La figura de Gandhi
sigue siendo un faro de esperanza, pero también un recordatorio de las
complejidades y limitaciones de aplicar un enfoque de resistencia no violenta
en todos los contextos históricos y políticos.
Desobediencia y Determinación
En los procelosos mares de la política colonial británica, el
papel de Mahatma Gandhi se erige como una paradoja fascinante. "Era
evidente que los ingleses lo usaban, o creían usarlo", anota Orwell. En
términos estrictos, Gandhi era un adversario, un nacionalista que cuestionaba
el orden establecido. Pero, paradójicamente, en medio de la tormenta de la
crisis, cuando su misión era frenar la violencia —lo que desde el punto de
vista británico se interpretaba como un obstáculo a cualquier acción efectiva—,
se le consideraba «nuestro hombre». Esta disyuntiva moral no escapaba a las
observaciones cínicas de los círculos privados. En ese contexto, Gandhi
representaba una anomalía: un adversario que, por su propio ethos, impedía la
violencia sin dejar de ser un enigma para sus detractores.
El 6 de abril de 1930, bajo el cielo de la India, Gandhi
avanzaba hacia el océano con sus seguidores -relata Nicholson Baker en su Humo
humano, (inmenso mosaico de testimonios múltiples de la primera mitad del siglo
XX)-, como un anciano profeta cuyo destino parecía haberse entrelazado con el
propio mar. Había decidido emprender una de las gestas más emblemáticas de su
lucha por la independencia: oponer resistencia al monopolio imperial británico
sobre la sal. Sus palabras, cargadas de una solemnidad casi mítica, resonaron
entre la multitud: "Observad, estoy a punto de enviar una señal a la nación".
Mientras recogía unos pocos granos de sal marina, se gestaba un acto que
trascendería las simples acciones de desobediencia civil para convertirse en un
símbolo de resistencia.
Lord Irwin, el virrey británico, observaba desde su despacho
en un palacio distante. La administración colonial había reprimido ya a muchos
de los discípulos de Gandhi, y temía que arrestar al propio Gandhi desatara una
tormenta que resultaría imposible de controlar. En sus círculos más íntimos,
Irwin se consuela con la idea de que Gandhi, cuya salud se encontraba
deteriorada, no resistiría mucho más. "Siempre me han dicho que su presión
arterial es peligrosa y que su corazón no estaba demasiado bien", se
murmura en las sombras de la administración, "y hace unos días también me
dijeron que su horóscopo predice que morirá este año. Sería una solución muy
feliz". La esperanza británica de que la enfermedad y el destino acabarían
por hacer el trabajo que la fuerza no pudo, se desmoronó rápidamente.
Gandhi no murió, por supuesto. En lugar de eso, el viejo
líder y sus sesenta mil seguidores fueron arrestados, enfrentando una represión
que no conocía de medidas a medias. En Peshawar, en la frontera norte de la
India, las tropas británicas dispararon contra una multitud de musulmanes que protestaban
contra el dominio británico en el asunto de la sal, segando varias vidas en un
acto de brutalidad que se convirtió en una marca indeleble en la memoria de la
nación. Los ataques aéreos que siguieron, descritos por The New York Times como
una "limpieza" de la región, llevaron la represión a niveles
extremos, revelando una cara del imperialismo que no conocía el límite de la
humanidad.
El sueño de Gandhi de una India libre, sostenido en la arena
de la resistencia pacífica, se mantenía firme a pesar de la opresión
implacable. En sus actos de desobediencia y en la determinación de aquellos que
lo seguían, se forjaba una esperanza que, incluso en los momentos más oscuros,
desafiaba la arrogancia imperial y afirmaba el valor incalculable de la
dignidad humana.
Inocencia e Hipocresía
La actitud de los millonarios indios, por otro lado,
reflejaba un matiz de cálculo similar. Gandhi, con su predicación de
arrepentimiento y humildad, era preferido frente a socialistas y comunistas
que, de haber tenido la oportunidad, sin duda habrían despojado a los ricos de
su fortuna. Esta preferencia, aunque era un reflejo de los intereses en juego,
revelaba un reconocimiento tácito del papel que Gandhi desempeñaba, al menos
mientras no se dirigiera su no violencia hacia otros conquistadores, como
sucedió en 1942. En aquel entonces, los conservadores británicos, incapaces de
comprender el fenómeno Gandhi sin el filtro de sus intereses, reaccionaron con
una mezcla de indignación y desconcierto.
Los funcionarios británicos, que solían comentar sobre Gandhi
con una mezcla de regocijo y desaprobación, no podían ocultar una admiración
genuina por sus métodos. Nadie sugería que Gandhi fuese corrupto o vulgarmente
ambicioso, ni que sus actos fueran impulsados por el miedo o la malicia. Al
evaluar una figura de su magnitud, se tiende a elevar el listón de las
expectativas casi instintivamente. Así, algunas de sus virtudes, como su
extraordinario valor físico, han pasado desapercibidas. La forma en que
enfrentó su muerte fue testimonio de un coraje poco común en el ámbito público,
un hombre que valoraba menos su pellejo que la causa por la que luchaba.
Además, su aparente ausencia de la suspicacia maníaca que E. M. Forster
describía como el vicio indio por excelencia, contrastaba notablemente con la
hipocresía que se atribuía al carácter británico.
Winston Churchill parece haber sido una excepción en su
visión respecto a Ghandi. El 11 de diciembre de 1930, en la fría distancia del
poder británico, Churchill dejó claro que el nombre de Gandhi se había
convertido en el nuevo epítome del desafío a la autoridad imperial. Según las
citas de Baker, en una carta que destilaba la furia de un hombre cuya paciencia
estaba a punto de agotarse, Churchill se despachó con una retórica que no
dejaba lugar a dudas: “La verdad es –escribió- que tarde o temprano habrá que
luchar contra el gandhismo y todo lo que representa y aplastarlo definitivamente.
De nada sirve tratar de satisfacer a un tigre alimentándolo con carne de gato”.
La metáfora, cargada de la típica bravura de Churchill, revelaba la creciente
preocupación por el impacto que el movimiento de Gandhi estaba teniendo sobre el
dominio británico en la India.
Apenas un mes después, en enero de 1931, Gandhi fue puesto en
libertad bajo condiciones que no parecían presagiar una solución definitiva.
Con la perspicacia de un líder que comprendía la importancia de cada gesto,
Gandhi escribió una carta al virrey, Lord Irwin, solicitando una reunión.
“Querido amigo –decía Gandhi en su misiva,–: Amigos cuyos consejos valoro mucho
me han indicado que debería pedir una entrevista con usted”. En su voz resonaba
una calma que desafiaba la turbulencia política que lo rodeaba.
Irwin, sorprendido y quizá algo intrigado por la aparente
calma del líder indio, lo invitó al palacio. Lo que siguió fue una serie de
encuentros entre los dos hombres, cargados de conversaciones que parecían abrir
una puerta a una posible reconciliación o a un entendimiento mutuo. Sin
embargo, la aparente tibieza en el tratamiento del asunto provocó una nueva
explosión de indignación en Churchill. El 23 de febrero de 1931, en un discurso
encendido, el premier británico arremetió contra lo que consideraba un
“acercamiento débil, desatinado”: “Es alarmante y también repugnante ver al
señor Gandhi, abogado sedicioso del Maddie Temple, haciéndose pasar ahora por
un faquir de un tipo muy conocido en Oriente, subiendo semidesnudo la
escalinata del palacio virreinal, mientras sigue organizando y dirigiendo una
campaña desafiante de desobediencia civil, para parlamentar en pie de igualdad
con el representante del rey-emperador. Semejante espectáculo no puede hacer
más que incrementar la agitación en la India”.
La escena que Churchill describía, con Gandhi desafiando al
imperio en una simple túnica, subiendo la escalinata del palacio virreinal, se
convirtió en un símbolo de la tensión entre dos mundos que no podían coexistir
sin un enfrentamiento. La confrontación entre la figura del “faquir” y el poder
imperial británico representaba mucho más que una mera negociación política;
era una lucha por la dignidad y la independencia que resonaba en cada rincón
del vasto subcontinente. En el torbellino de estos eventos, la figura de
Gandhi, lejos de ser aplastada, se consolidaba cada vez más como un desafío
constante al dominio británico, al tiempo que Churchill se encontraba atrapado
en un laberinto de indignación y frustración, incapaz de encontrar una solución
que apagara el fervor de la resistencia india.
En última instancia, Gandhi permaneció como una figura
fascinante y compleja, cuya influencia desafió las categorizaciones sencillas y
reveló las tensiones subyacentes de un imperio en decadencia. Su vida y legado
se entrelazan con las contradicciones de la época, ofreciendo una visión
penetrante de cómo el poder y la moralidad pueden intersectarse de maneras
inesperadas.
Dignidad y Firmeza
El 12 de septiembre de 1931, Mohandas Gandhi, el emblemático
líder de la resistencia pacífica, llegó a Inglaterra. En un gesto que desafiaba
las convenciones de la política y el protocolo, decidió alojarse en Kingsley
House, un asilo de pobres en el East End de Londres. En su elección de residencia
se podía leer una declaración implícita sobre su visión del mundo y su mensaje:
el líder que había desafiado al imperio no se dejaría arrastrar por las
pomposidades del poder.
Aquel día, Gandhi, con la modestia que lo caracterizaba, se
dirigió a Estados Unidos a través de un programa de radio transmitido en
directo por la CBS. En su discurso, cargado de una sabiduría que parecía
trascender los tiempos, expresó: “Personalmente preferiría esperar siglos, si
hiciera falta, a emplear medios cruentos para obtener la libertad de mi país.
El mundo está más que harto de tanto derramamiento de sangre. El mundo busca
una salida y me halaga creer que tal vez este viejo país que es la India tendrá
el privilegio de mostrar la salida al mundo anhelante.” Con estas palabras,
Gandhi no solo defendía su estrategia de no violencia, sino que también se
erigía en un símbolo de esperanza global, ofreciendo a la humanidad una
alternativa a la brutalidad.
Durante su estancia en Inglaterra, Gandhi se reunió con una
variedad de figuras destacadas, en un esfuerzo por exponer su causa y ganar
simpatías. Conversó con el rey y la reina, el arzobispo de Canterbury, el
director de la Balhold, George Bernard Shaw, y lord Lothian. También se
encontró con obreros textiles de Lancashire y cuáqueros influyentes,
construyendo puentes con diferentes sectores de la sociedad británica. Cada
encuentro, cada diálogo, parecía un paso más en su audaz misión de mostrar al
mundo el poder de la resistencia pacífica.
Sin embargo, había una figura cuya ausencia era casi tan
significativa como su presencia: Winston Churchill. Gandhi había solicitado una
reunión con el primer ministro, un deseo que se volvió uno de los grandes
fracasos de su visita. Churchill, que en ocasiones había demostrado un desprecio
feroz por el “gandhismo” y su influencia, rehusó encontrarse con el líder
indio. Este desdén no solo reflejaba la resistencia británica a aceptar la
autenticidad de la propuesta gandhiana, sino que también ponía de manifiesto la
profunda fractura entre dos visiones del mundo: la del poder imperial y la de
una resistencia que buscaba, a través de la no violencia, una nueva forma de
redimir a la humanidad.
Gandhi, al final de su visita, dejó a los británicos con la
sensación de haber asistido a un evento que iba más allá de la mera política:
se trataba de un desafío a las estructuras de poder y una llamada a la
reflexión sobre el verdadero significado de la justicia y la libertad. En su
silencio, en su dignidad, y en su firmeza, Gandhi seguía siendo un enigma y una
inspiración, un hombre que había logrado convertir el sufrimiento en un mensaje
de esperanza para todo el mundo.
Ingenio y Moralidad
En el vasto escenario de la historia, donde las luchas por la
libertad han tejido un tapiz de valentía y sufrimiento, hay un matiz que a
menudo se pasa por alto: la complejidad de enfrentar a un gobierno colonial
que, a su vez, se presenta como democrático en su interior. Esta es una
paradoja que nos invita a reflexionar sobre las condiciones en las que se
libran las batallas por la independencia y la justicia.
Gandhi, en su búsqueda de la verdad y la justicia, supo
utilizar la fuerza moral como arma. Su estrategia de resistencia pacífica se
alimentaba de la idea de que la verdad siempre prevalece, incluso frente a los
poderes más opresivos. Sin embargo, esa misma estrategia podría haber resultado
suicida ante un régimen que no conocía límites. La violencia sistemática del
nazismo habría convertido cualquier intento de diálogo en un acto desesperado y
fútil.
La historia nos enseña que cada lucha es única y que las
condiciones bajo las cuales se libra pueden determinar su éxito o su fracaso.
En este sentido, Gandhi nos ofrece una lección valiosa: la resistencia puede
ser poderosa incluso en los sistemas más complejos, siempre que sepa jugar sus
cartas con inteligencia y humanidad. Al final del día, enfrentar al opresor no
es solo una cuestión de fuerza; es también un ejercicio de ingenio y moralidad.
En esta paradoja reside la esencia misma de la lucha por la libertad: saber
cuándo y cómo desafiar al poder sin perder de vista lo que está en juego.
*Exdiputado a la Asamblea Nacional.