Es tentador identificar al candidato a la presidencia
de Estados Unidos, Joe Biden, como un heredero de Barack Obama. Y es un grave
error.
Todo está diseñado para que asumamos una línea de continuidad
entre las dos administraciones, y esto no es nuevo ni en el Partido Demócrata
ni en el Republicano. Merece la pena recordar que Donald Trump se consideró una
reacción frente al continuismo que representaban dinastías políticas como los
Bush o los Clinton… hasta que, previsiblemente, intentó fundar la suya. En consecuencia, casi no debería
sorprendernos que la reacción natural de la oposición frente a Trump parezca
una segunda ronda de la campaña de Obama.
Porque ahora volvemos a encontrarnos con dos arquetipos tan forzados como eficaces: un líder blanco del establishment y un líder de color y outsider. Conviene recordar, eso sí, que ni Barack Obama ni Kamala Harris venían de hacer la revolución, sino de más de tres años en el cómodo Senado estadounidense y de una carrera anterior marcada por el respeto a las leyes. En 2020, es cierto, el cambio lo encarna una mujer (Hillary Clinton se percibía como rancio continuismo hace cinco años) y, esta vez, la promesa de la gran transformación del país parece secundaria.
Hoy la prioridad fundamental es expulsar a Trump e impedir
que sea él quien termine haciendo la revolución. Así se entiende mejor que
pueda existir una candidatura apoyada, con el mismo entusiasmo inverosímil,
por halcones neoconservadores como Bill Kristol (que
aparece hasta en vídeos promocionales junto a un famoso cómico
progresista), ex líderes del Partido Republicano y de la Administración Bush,
el presidente Barack Obama y partidarios del socialista (y pretendiente al
trono demócrata) Bernie Sanders.
Obviamente, esta chirriante coalición hace sospechar que la
continuidad que proyecta la candidatura demócrata es más una ilusión que una
realidad. De hecho, uno de los asesores claves de Biden, Jake Sullivan, se
atrevió a afirmar en febrero que Obama y George W. Bush habían mantenido “enfoques casi idénticos” en política económica
internacional y dio a entender que ya era hora de enterrar el «paradigma neoliberal» que tanto habían respetado los
dos.
En estas circunstancias, todo apunta a que la principal línea
de fractura entre la administración que lidere Biden y las que lideró Obama va
a ser la política internacional y, sobre todo, su vertiente económica. Es
decir, la gestión de la globalización. ¿Pero cuáles son los puntos donde se
prevén más discrepancias?
China es ante todo un rival
En la última década, la percepción del gigante
asiático en Estados Unidos ha cambiado a mucho peor, también para los
demócratas. Si, en la Casa Blanca de Obama, China era antes un socio necesario
que un rival, hoy, indudablemente, es más un rival que un socio. La diferencia con Trump, y
esto es importante, es que la rivalidad no implica enemistad. Ahora Pekín se parece más bien a un
competidor con el que solo vas a colaborar si no existe otra forma de defender
tus propios intereses (con un poder debilitado) y si te enfrentas a una amenaza
común para los dos países y abrumadora para tus votantes. El cambio climático
podría ser un buen ejemplo de esto último.
Como recordaba en septiembre un veterano corresponsal del
diario The Wall Street Journal, el vicepresidente de Obama en
2011 afirmaba que apostar por la prosperidad de la segunda
economía del planeta era una forma de defender los intereses de EE UU. Ahora,
sin embargo, el candidato Biden ha prometido reducir la influencia del gigante
asiático en sectores de alta tecnología y no descarta imponer nuevos aranceles a Pekín.
Este viraje se debe, principalmente, a que, en los últimos
nueve años, los estadounidenses que ven desfavorablemente a China han
despegado del 36% al 66%, según Pew Research. Al viejo motivo
socioeconómico defendido por sindicatos y colectivos progresistas («China
tiene la culpa del empobrecimiento de la clase media»), se añaden ahora la
grave desconfianza por la gestión de la pandemia, la creencia de que la
prosperidad ha reforzado el autoritarismo chino en vez de mermarlo y, como
colofón, la realidad de que el gigante ya puede competir de tú
a tú con EE UU en influencia mundial.
Estados Unidos es una víctima del sistema
Parece que la labor política principal de nuestro tiempo
consiste en repartir carnés de víctimas y agresores, inocentes y culpables y
salvadores y opresores entre los actores del debate público. En el caso de la
economía internacional, desde los tiempos de Ronald Reagan, Estados Unidos se
había creído salvador (de los satélites soviéticos), agresor (en Irak) e
incluso inocente o naif (porque así se llegó a calificar, por
ejemplo, la política de Obama con Rusia, Irán y China).
A partir de Trump, la novedad es que EE UU, la primera
potencia mundial y arquitecta de la globalización, también se puede considerar
una víctima del sistema. Y esto significa que, por ejemplo, hay que denunciar la ingenuidad que llevó a republicanos y
demócratas a creer que el libre comercio con los grandes emergentes y, muy
especialmente, con China, sería beneficioso para ambas partes.
En realidad, lo que ha sucedido, según la nueva
interpretación de republicanos y demócratas, es que la clase media ha perdido más de lo que ha ganado. Y apuntan así que sus
ingresos anuales crecieron menos de la mitad a principios del siglo XXI que en
los 30 años anteriores, que los hogares de ingresos medios pasaron del 62% en
1970 al 52% en 2018 y que los hogares de ingresos bajos ya representan
prácticamente al 30% de la población. Desde 1983 hasta 2016, la riqueza
nacional que controlaba la clase media y la clase baja se hundió del 39% al
21%.
Según este nuevo consenso, que comparten en distintos grados
Biden y Trump, Washington, a lomos de una actitud que aúna elitismo e
incapacidad para cuestionar la ortodoxia (ideológica) de sus principales
economistas, se habría despreocupado durante décadas de la prosperidad de la
inmensa mayoría de la población, apostando ciegamente por el libre comercio y
la globalización como los conocemos.
Todo ello habría obligado al país a renunciar a sus intereses
en beneficio de los que hoy son sus rivales y a generar una inestabilidad y
polarización devastadoras en el seno de su sociedad. Con el paso de los años,
no solo se ha puesto en peligro la estabilidad de la república, sino que
también se ha debilitado la defensa de su agenda en el exterior y, en
consecuencia, el coloso se habría convertido en víctima frente a rivales mucho
más asertivos como, una vez más, China.
Si Biden asume, a diferencia de Obama, que la primera
potencia mundial no es una de las ganadoras de la globalización sino una de las
perdedoras, sería lógico esperar cambios de calado en el rumbo de las políticas
económicas internacionales. Y, justamente, en esa línea van algunos de sus colaboradores: según ellos, hay que reformar
los acuerdos comerciales para beneficiar a la clase media, hay que apostar por
una política nacional industrial más parecida a la de China que a la de Obama,
hay que impedir en lo posible que las empresas nacionales se deslocalicen,
aunque esto perjudique a terceros Estados con menos recursos, y hay que adoptar
una visión más fragmentaria y frentista de la globalización.
Como sugiere el analista de la Brookings Institution,
Thomas Wright, la candidatura demócrata ya no presenta a su país como el
líder del mundo y garante del orden liberal internacional, sino como el líder
del mundo libre y garante de que sean democracias como la suya quienes
condicionen la globalización para favorecer a sus clases medias.
Biden ha prometido organizar “una Cumbre mundial por la
democracia para renovar el espíritu y el propósito compartido de las naciones
del Mundo Libre”. Durante el primer año de mandato, advierte en la
web de su campaña, el presidente “unirá a las democracias del mundo para
fortalecer nuestras instituciones democráticas, enfrentar honestamente el
desafío de las naciones que están retrocediendo y forjar una agenda común para
abordar las amenazas a nuestros valores comunes”.
Restringir la globalización
Para muchos de los asesores de Biden, la regulación de la
globalización es inadecuada y las administraciones de Barack Obama fueron, en
algunos sentidos, una oportunidad perdida. Según ellos, no se hizo lo
suficiente para regular las transacciones financieras internacionales, ni los
llamados paraísos fiscales, ni tampoco el peligroso avance del
cambio climático. De esta forma, Estados Unidos no moldeó el orden liberal
internacional de acuerdo a sus verdaderos intereses a largo plazo cuando China
todavía no era tan poderosa y la Unión Europea se hallaba sumida en la crisis
del euro.
Es verdad que, para entonces, la inercia de EE UU ya era la
de una potencia en declive. La crisis geopolítica que desató la guerra en
Irak y Afganistán y los graves abusos de los derechos humanos en Guantánamo
habían erosionado su prestigio como faro de libertad. Las relaciones de
Washington y sus aliados eran tensas. Poco después, la crisis económica mundial
de 2008 puso en evidencia las limitaciones del éxito económico estadounidense.
Ya no parecía el país de las oportunidades.
En tiempos de Obama, el efecto combinado de las trincheras de
Oriente Medio y la debacle financiera desangraba el Tesoro. Mientras tanto, la
polarización volvía imposible hasta una revisión en profundidad del sistema
sanitario que pudieran aprobar los dos partidos, y eso que los demócratas
negociaron y aceptaron las enmiendas de los republicanos. La parálisis
parlamentaria, el fruto envenenado de la polarización social, se convirtió en la norma… y las cámaras o no sacaban
adelante leyes importantes o lo hacían con muchísimo retraso y bajo la presión
de las órdenes ejecutivas del presidente.
Los asesores de la administración Biden saben que, si ganan,
lo tendrán todavía más difícil y que no disponen de las armas que podría haber
utilizado Obama hace 10 años para regular la globalización. Ni el entusiasmo
que generen en el resto el mundo será parecido al de la inauguración de Obama,
ni los demócratas están tan unidos en torno a su líder (lo que dificultará los
acuerdos en las cámaras legislativas), ni los votantes van a ser igual de
pacientes. ¿Cuánto tardarán los socialistas de Sanders o los republicanos de
toda la vida en decepcionarse con Biden y Harris?
Los estadounidenses tampoco pueden contar, como ya dijimos,
con que el sillón de mando se encuentre donde lo dejaron hace años. China y la
UE han aprendido a vivir o en contra o al margen de EE UU durante el reinado de Trump. Tan solo la mitad de los
estadounidenses cree que su país sea la primera economía del planeta.
Y por si todo esto fuera poco, Biden y Harris deberán
enfrentarse a un Tribunal Supremo que no había contado con una mayoría
conservadora tan aplastante desde los años 50 y a unos grupos de presión que saben
aprovechar la polarización para evitar la aprobación de leyes que pueden
hacerles perder miles de millones. Porque así es como van a ver miles de
ciudadanos y empresas estadounidenses el asedio de los paraísos
fiscales, las limitaciones a la deslocalización, una estocada (más) para el
sector petroquímico y los tradicionales gigantes de la automoción y el fuerte
aumento de la presión tributaria para financiar grandes políticas industriales
o una versión del Pacto verde europeo.
Fuente: Es Global
