Por: Daniel Esparza y Michel Hausmann
Un fantasma recorre la diáspora venezolana: el fantasma del autoritarismo. Todas las fuerzas de la vieja y dispersa Venezuela parecen haberse unido en una santa cruzada no para acosar a ese fantasma, sino para aplaudirlo y venerarlo: asilados y sobrevivientes, empresarios y mantenidos, los radicales que abogan por la intervención armada internacional, y quienes suponen entender en detalle las intrincadas complejidades de la política y el sistema estadounidense desde la forzosa distancia que impone el Caribe. Todos insisten en clavarle el mote, zahiriente y anacrónico, de “comunista” (y sus muchas y coloridas variantes) no ya a cualquiera de sus adversarios políticos, sino a cualquier hijo de vecina que tenga la ocurrencia de decir que a Estados Unidos no le vendría mal, por ejemplo, sumarse al concierto de las naciones industrializadas que ofrecen a sus ciudadanos la posibilidad de una cobertura de salud universal; o que no es una mala idea recordarle a los partidarios del mandatario de turno que su presidente es sólo eso, que la nación es más grande que el partido, que un gabinete pluripartidista es una cosa buena, y que las instituciones y las formas (la liturgia del poder, digamos) no son armatostes que deban ser tirados al fuego de buenas a primeras sino, por el contrario, límites necesarios que evitan que las voluntades de poder se desboquen.
Dejando las casi metafísicas
sutilezas de la democracia aparte, y entrando en el terreno sobrenatural que
aquí nos ocupa, el fantasma del autoritarismo apareció clara y visiblemente en
tres momentos del debate presidencial del 29 de septiembre. Para cualquier
venezolano que haya padecido bajo el poder del chavismo, estas tres apariciones
debieron haber sido, en palabras del gran filósofo estadounidense Yogi
Berra, déjà vu all over again.
El fantasma del autoritarismo se dejó
ver, desde un primer momento, en la actitud del presidente Trump. Quizá
acostumbrado a hacer su voluntad tanto en Mar-A-Lago como en reality tv (“When
you’re a star, they let you do it. You can do anything”) su
performance en el debate reveló de nuevo que, en su mundo, las reglas no
existen. Y de existir, son los demás quienes deben seguirlas. El soberano, como
bien explicó Schmitt, es quien hace la excepción. Y Trump es ciertamente un
hombre de soberanas excepciones. No nos referimos a sus excepcionales evasiones
impositivas, sino a asuntos mucho más básicos como, por ejemplo, respetar las
reglas fundamentales de un debate a las que ambas partes habían acordado
someterse con anterioridad. Que a sus 74 años de edad el presidente sea, casi
diríamos que ontológicamente, incapaz de seguir la primera de las normas del
buen hablante y del buen oyente, deja claro que seguir las reglas y escuchar a
quienes no comparten su punto de vista no es precisamente lo suyo. Es que,
digamos, no se le da. Esa especie de sordera fundamental (amén de su
verborragia crónica), unida a su irreprimible tendencia a deslastrarse del
cumplimiento de las reglas del juego político, no es un atributo ni
presidencial ni democrático.
La segunda aparición del fantasma fue
tanto más espeluznante. Más adentro en el debate, Trump tiró por la borda la
oportunidad, servida en bandeja de plata, de distanciarse de los grupos
supremacistas blancos. Muy
por el contrario, arengó al grupo neofascista, neonazi, antisemita,
xenófobo, y misógino de los Proud Boys (un
grupo que el propio FBI considera extremista) a permanecer atentos: stand
by. À la Chávez, prácticamente dijo que el trumpismo es
pacífico, pero que está armado. Trump puso en alerta a su guardia pretoriana.
En un país en el que el estado no tiene el monopolio de las armas esto es tanto
más preocupante, y tiene consecuencias reales, amplia y lamentablemente
documentadas. Se trata del mismo grupo que, en el tristemente célebre rally de
Charlottesville de 2017, desfiló ondeando banderas confederadas y
esvásticas mientras coreaba, entre otras tantas consignas, “los
judíos no nos van a reemplazar.” Lejos de condenarlos entonces, Trump
dijo que en ese grupo sin duda había “buenas personas.” Se trata, sin más,
de colectivos trumpistas. Si los venezolanos creen que, por apoyar a Trump,
estos colectivos los verán con cierta simpatía (como si no fueran inmigrantes,
como si fueran “blancos”) well, we’ve got news for them.
Pero la tercera aparición fue de
todas quizá la más sutil y, por ello, la más peligrosa. El fantasma del
autoritarismo volvió a asomarse cuando Trump se dedicó a arrojar dudas sobre la
legitimidad de este proceso electoral. Es cierto que el proceso de votación en
Estados Unidos está lejos de ser perfecto. En el año 2000, por ejemplo, varias
semanas pasaron hasta que finalmente el país logró entender que por un margen
de apenas 537 votos en Florida (y un leve empujón de la Corte Suprema) Bush fue
nombrado presidente. Pero incluso en momentos tan complejos y críticos como
estos, nadie ha dudado (en cerca de 200 años de historia) de la integridad del
proceso electoral. Hasta que Trump (y con él, el fantasma) entró en escena,
esgrimiendo el débil, raquítico, escuálido argumento de la votación por correo.
Aquí quizá sea necesario detenerse en
algunos tecnicismos. Lo primero es entender que Estados Unidos tiene una larga
tradición, por demás bipartidista, de votar por correo (lo cual habla además de
la solidez del sistema del correo estadounidense. Una solidez que, dicho sea de
paso, Trump se ha encargado de socavar). En las elecciones de 2016, en las que
Trump resultó ganador, para finales de octubre ya más de cuatro millones de
estadounidenses habían votado por correo. Más aún, cinco estados tienen ya una
década votando prácticamente sólo por esta vía: Colorado, Hawaii, Oregon, Utah,
y Washington, estados que han votado por gobernadores, senadores y representantes
tanto republicanos como demócratas, sin que haya indicios de trampa por ningún
lado. El mismo Mitch McConell, republicano presidente del senado, ha
apoyado públicamente esta modalidad de voto. Usar la excusa del voto a
distancia como argumento para desprestigiar el sistema electoral tiene
consecuencias dramáticas.
No es difícil imaginar a Trump
abogando por un rediseño de todo el reglamento (incluyendo la posibilidad de un
tercer período, que ya ha mencionado en reiteradas oportunidades), al mejor
estilo de Tibisay Lucena, para poder ofrecer a los estadounidenses “el sistema
electoral más confiable del mundo.”
Tomado de Medium
