Por Francisco Suniaga
Una de las víctimas favoritas de los gobernantes socialistas bolivarianos ha sido la historia de Venezuela. Así como desconocen la existencia de la ciencia económica, se han empeñado a lo largo de sus tres lustros en desconocer o distorsionar la narración del acontecer nacional, que los historiadores han ordenado según patrones técnicos universalmente aceptados. Tarea de larga data hecha con la idea de que el cuento de quiénes somos y qué hemos hecho sobre esta tierra quede registrado, y pueda contarse con algo de certidumbre a las generaciones futuras.
Los compatriotas que han tenido a su cargo la conducción del
Estado desde hace más de quince años, sustituyen la historia de Venezuela por una
mitología de su propia inspiración, negadora de hechos suficientemente
documentados y analizados científicamente en distintos tiempos y en todo el
continente. Han creado así un entuerto que podríamos llamar “mitohistoria”; una
narración muy plana y elemental, donde los actores no son hombres (y “hombras”)
que vivieron una época y se comportaron según los patrones de conducta
imperantes en ella, sino unos dioses míticos que eran buenos o malos, en el
sentido más primario o infantil del término.
Para los narradores de la mitohistoria bolivariana, los
españoles nunca llegaron a las costas de este país ni fueron, junto con
indígenas y africanos, uno de los tres ingredientes principales de la masa que
nos conforma. El propio Chávez, el gran gurú de la feligresía socialista,
hablaba de “nosotros los descendientes de indios y negros”. Todo lo
bueno, regular o malo que los españoles hicieron sobre esta tierra (y en el
resto de América), lo reducen a una sola palabra: genocidio. Calificativo que
le endilgan incluso a Cristobal Colón, quien no pasó de ser un italiano
aventurero, en el peor de los casos. Ese es el pensamiento detrás de la
decisión de designar el 12 de Octubre “Día de la Resistencia Indígena” y de
promover que unos orates derribaran la estatua de Colón en Caracas y la
arrastraran por la avenida que aún lleva su nombre.
En la narración nacional mitohistoria, Simón Bolívar no murió
de tuberculosis como dijo su médico Manuel Próspero Reverend, sino que fue
envenenado por Santander en una conspiración como las de Game of
Thrones. Su rostro no era como el que retrataron sus coetáneos, quienes lo
vieron en innumerables ocasiones en distintas edades, sino como se le ocurrió a
unos rusos formados en investigación criminal, que con su sola osamenta
(exhumada a tal fin) fueron incluso capaces de determinar que tenía el cabello
chicharrón. Paéz no fue un personaje imprescindible en nuestra independencia y
formación como nación sino un traidor a Bolívar. De la misma manera, a Caracas
la fundaron cuando Juan Barreto dijo (ya se me olvidó cuál fue esa fecha y sigo
creyendo que ocurrió el 25 de julio de 1567).
Gracias a la mitohistoria, el dictador corrupto Cipriano
Castro devino en héroe de la patria y Betancourt, en cambio, fue un violador de
los derechos humanos, que nada tuvo que ver con la gestación y establecimiento
de la democracia. Asimismo, los guerrilleros comunistas apoyados por Fidel
Castro –a quienes Betancourt combatió para salvar la institucionalidad que nos
había tomado ciento cincuenta años construir– eran unos ángeles libertarios. El
cuento también sustenta la tesis, no podía ser de otra manera, de que Chávez no
dio un golpe militar el 4 de febrero de 1992, sino que encabezó una rebelión
por la dignidad nacional. Capítulo que en estos últimos días continúa con la
propuesta de que por aquella gesta, y por toda la grandiosa herencia que nos
legó (incluyendo la presidencia de Nicolás Maduro y la deuda externa
astronómica), “el Comandante Eterno” sea declarado el Libertador del Siglo XXI.
Casi en paralelo a esa moción, se ha añadido una nueva página
a la mitohistoria bolivariana. Ese nuevo registro comenzó a establecerse hace
unos años, en el Aló
Presidente Nº 167, el 12 de octubre de 2003. En ese programa “el Eterno”
afirmó que Francisco Fajardo, el mestizo guaiquerí margariteño no fue, como
enseñaban en la escuela burguesa, un héroe de nuestros primeros tiempos.
Nicolás Maduro, nuevo jefe académico de la mitohistoria, fue
más allá. El pasado 02 de febrero de 2014 declaró: “Hay por ahí
quienes todavía rinden homenaje a los genocidas. Todavía hay autopistas
por ahí con nombre de genocidas. Francisco Fajardo. ¿Y quién fue Francisco
Fajardo? Un genocida.
No obstante que esa afirmación en boca de Maduro –como consta
en su currículo y prueba su desempeño– carece de auctoritas, de
inmediato, como es norma en esta reencarnación caribeña del socialismo real de
Europa del Este, comenzó a ser repetida por la nomenklatura gobernante
(por cierto, para la consolidación de la mitohistoria es fundamental
repetir como loros goebbelianos los asertos de los líderes). Hace unos días –la
nota de Noticiero Digital es del 27 de abril–, Jorge Rodríguez, el alcalde de Caracas (la ciudad de cuyos
cimientos Fajardo comenzó a construir), dijo esto otro: “… Francisco
Fajardo, autor de uno de los genocidios más espantosos que haya conocido la
historia de la humanidad”.
Esta afirmación equipara a un modesto mestizo margariteño del
siglo XVI con el camarada Mao Tse Dong (campeón mundial indiscutido de la
disciplina), el camarada Josef Stalin (subcampeón) y los camaradas Kim Il Sun,
sus herederos y el camarada Pol Pot (quienes acumulan méritos suficientes para
disputarle a Hitler la medalla de bronce). Esa acusación de Francisco Fajardo,
como es línea partidista, resuena ya en todas las instancias del aparato
bolivariano.
No por historiador, que no lo soy, sino por margariteño
–gentilicio que comparto con la honorable familia Fajardo, oriunda de El
Poblado e integrantes de la Comunidad Indígena Francisco Fajardo, que ocupa
media Porlamar – me siento obligado a salir en defensa de este paisano, a quien
pretenden ahora, casi cinco siglos después, encerrar en el Ramo Verde de la
historia (con el mismo tipo de pruebas con las que encierran a las víctimas del
presente).
Francisco Fajardo –me enseñaron en mi escuela de La Asunción,
que de burguesa nada tenía– fue un mestizo, hijo de un español con una mujer
indígena llamada Isabel, miembro (o miembra) importante de la etnia guaiquerí
que poblaba Margarita y parte de la costa de lo que ahora es el Estado Sucre.
Fajardo era bilingüe y, habiendo sido Margarita la base desde donde partieron
tantas expediciones al continente, fue jefe de algunas de ellas. Siendo la más
importante aquella que concluyó con la fundación del Hato San Francisco, en el
Valle de Caracas.
Los guaiqueríes no hicieron resistencia a los conquistadores
españoles –las mujeres guaiqueríes menos– porque los margariteños, desde los
tiempos en que Margarita no se llamaba Margarita sino Paraguachoa, el pendejo
lo han tenido lejos. Desde el primer momento vieron a los conquistadores
españoles como los aliados necesarios para repeler a unos terribles enemigos
que por tiempos inmemoriales los habían asaltado, asesinado e, incluso,
devorado: los caribes. Sí, los invasores provenientes de lo que ahora es
Brasil –fue aquella y no la de los conquistadores españoles la primera “planta
insolente”–, cuyo grito de batalla no podía ser más revelador del espíritu que
los animaba: ana karina rote aunicon paparoto mantoro itoto manto. Que
traducido a nuestro idioma castellano (herencia por cierto de aquellos
conquistadores genocidas) significa: “Sólo nosotros somos gente, aquí no hay
cobardes ni nadie se rinde y esta tierra es nuestra”. Me atrevería a asegurar
que fue precisamente esa última frase la que menos les gustó a los
margariteños, que, como es fama, por un terreno son capaces de cualquier
sacrificio (pregúntenle a Chanito Marín, si no).
Según lo resume el Diccionario de Historia de Venezuela de la
Fundación Polar (de notas tomadas de historiadores como J. A. Cova, El capitán
poblador margariteño Francisco Fajardo; Juan Ernesto Montenegro, Origen y
perfil del primer fundador de Caracas; Manuel Pinto, Fajardo, “el precursor”;
Graciela Schael Martínez, Vida de Don Francisco Fajardo; y Gloria Stolk,
Francisco Fajardo, crisol de razas) en la vida de Francisco Fajardo no hubo
nada parecido siquiera a una masacre, mucho menos a un genocidio (los invito a
buscar la definición técnica de esa palabra en cualquiera de los instrumentos
de la ONU). Según la nota de esa importante y confiable obra, Fajardo se vio
envuelto en escaramuzas en las que dio muerte, por ahorcamiento, a un cacique
del litoral central que llevaba por nombre Paisana.
Pero aún en el caso de que hubiera ajusticiado cobardemente a
muchos de sus adversarios, hay que considerar que Francisco Fajardo fue un
hombre de su tiempo y su conducta es del siglo XVI y no de este, y por tanto no
se le puede juzgar con los parámetros del presente (Inés Quintero, que sí es
historiadora, me dijo que ese error se conoce técnicamente como anacronismo).
Las preguntas que toca hacerles a los mitohistoriadores
bolivarianos son obvias. Más allá de que Chávez negó su condición de héroe en
uno de sus cientos de Aló Presidente; de que Maduro lo llamó genocida en unas
de sus miles de declaraciones; y Jorge Rodríguez lo haya proclamado como tal
criminal en un acto donde se honraba la memoria de Eliézer Otaiza, ¿cuál es la
fuente histórica para sustentar tan gruesa acusación? ¿De qué obra, en que
texto, quién fue el historiador, dónde está el documento de donde emanó el
conocimiento que llevó a juzgar y condenar inaudita altera parte a
Francisco Fajardo, un capitán mestizo margariteño que vivió entre 1524 y 1564?
¿Cómo pudo ser genocida un hombre que se hacía acompañar mayormente por sus
paisanos guaiqueríes (tribu reconocidamente pacífica), en una época en que en
Venezuela no había gente para cometer ese abominable crimen y faltaban todavía
más de 400 años para que la palabra genocidio siquiera apareciera sobre la faz
de la tierra?
Finalmente, para los pocos que puedan ignorarlo, hay un hecho
que refleja quién pudo haber sido Francisco Fajardo para la gente de su tiempo.
En una de esas expediciones, al pasar por Cumaná, Fajardo fue apresado por el
jefe español de la ciudad, Alonso Cobos, quien lo juzgó sumariamente (como
ahora) y lo condenó a la horca (como pretenden hacer ahora) sin respetar sus
derechos más elementales. En razón de ello, los guaiqueríes de Margarita,
quienes más lo conocían, atravesaron el mar en sus canoas, tomaron Cumaná y
apresaron a Cobos. Lo llevaron a la isla y lo entregaron a las autoridades. Esa
conducta no la provoca un malvado. A diferencia de Fajardo, Cobos fue juzgado
de acuerdo a Derecho por la Real Audiencia de Santo Domingo y condenado a
muerte por su abuso. Esa es la historia que se conoce y registra sobre la
vida de Fajardo. Si sus detractores del presente actuaran con responsabilidad,
por lo menos se abstendrían de repetir la infamia hasta presentar las pruebas
que la ética pública obliga.
Tomado del Blog de Francisco Suniaga
