José Murat*
ás allá del resultado del primer debate sostenido entre
los candidatos presidenciales de Estados Unidos, sin urbanidad y con amplia
resonancia mediática, lo más destacado por sus delicadas repercusiones, dentro
y fuera de las fronteras nacionales de ese país, es el ambiente de
incertidumbre que priva sobre la eficacia del sistema electoral para procesar
la voluntad ciudadana, garantizar la transmisión pacífica del poder y mantener
la estabilidad política, en una democracia hasta hace algunos años icónica del
mundo occidental.
A las debilidades propias de un entramado institucional rebasado por la incompatibilidad que existe entre los votos populares y los electorales se ha sumado, en un cóctel de pronóstico reservado, la advertencia de uno de los candidatos de que no garantiza ceñirse al resultado emergido de las urnas, y mucho menos frenar a quienes pudieran emprender acciones violentas de protesta en su defensa.
El método de elección indirecta ha sido cuestionado desde el
siglo pasado. Varios expertos en la materia lo han calificado de
antidemocrático, hay promociones judiciales para tratar de declararlo
inconstitucional, e incluso iniciativas de ley para desaparecer la figura del
colegio electoral, pero sin éxito hasta ahora.
Hay una clara caducidad en un sistema que en los últimos 20
años ha conducido al gobierno a quien en los números absolutos no obtuvo la
mayoría de los votos, George Bush Jr. en el año 2000, y el actual presidente,
con 3 millones de votos menos que su adversaria del partido demócrata, Hillary
Clinton; el mayor conflicto poselectoral hasta ahora ha sido el primer caso,
cuando el candidato republicano fue declarado ganador de los comicios más de un
mes después de las elecciones, el 12 de diciembre, una vez que la Corte Suprema
ordenó detener el recuento de votos en Florida, pese a las protestas de los
seguidores de Al Gore que sabían que su candidato había obtenido en el país 544
mil sufragios populares más que su adversario y con Florida, de culminar el
cómputo, ganaba también en votos electorales.
Ahora, en los comicios del 3 de noviembre, hay que enfrentar
el problema inédito de que, sin importar el margen de la derrota, en votos
populares y electorales, en las urnas y en el colegio electoral, el gobernante
no se compromete a entregar el poder de manera pacífica y civilizada, abriendo
la puerta a un conflicto poselectoral.
Se trata de un escenario reservado históricamente por los
críticos liberales de Estados Unidos a las democracias incipientes, sobre todo
los procesos electorales que despectivamente observaban y denostaban en América
Latina, y más concretamente en Centroamérica.
Si algo destaca del primer debate fue justamente la
reiteración de uno de los contendientes de que no está obligado a aceptar y
respetar los resultados electorales, aduciendo la fragilidad del voto emitido
por correo cuando apenas en 2016, cuando resultó electo, se emitieron 30
millones de sufragios. Hoy su vaticinio, por esa modalidad prevista en la
legislación de Estados Unidos, es un fraude anticipado.
Todo, a partir de la descalificación de las instituciones y
los procedimientos de los que emergen las autoridades constituidas, una nueva
narrativa de deslegitimación de los mecanismos de la democracia electoral por
parte de gobernantes que llegaron al poder con las herramientas de la propia
democracia.
Es un fenómeno alimentado sobre todo por gobernantes de la
derecha que ya habían descrito puntualmente Steven Levitski y Daniel Ziblatt,
investigadores de la Universidad de Harvard, en su obra Cómo mueren las
democracias, con edición en español al cierre de 2018, un análisis
realizado en distintos puntos de la geografía mundial.
El documento tiene como objeto principal de estudio el
desconcertante caso de los Estados Unidos, por mucho tiempo un símbolo de las
democracias liberales consolidadas y un modelo de distintas naciones, un
sistema que deslumbró al pensador y jurista francés Alexis de Tocqueville en el
siglo XIX, en su clásico La democracia en América.
La tesis principal del trabajo es que las democracias de
nuestro tiempo ya no se derrumban y ni siquiera se corroen por acciones
exógenas violentas como golpes de Estado, asonadas o invasiones de otros
países, sino se colapsan de manera pacífica, gradual y hasta cierto punto
civilizada, utilizando y pervirtiendo los propios mecanismos de la democracia.
Hoy, en un escenario de incertidumbre tanto en los resultados
como en las reglas, no se descartan acciones virulentas en las semanas y aún
meses en que eventualmente dure un proceso de impugnación que podría llegar
hasta la Corte Suprema.
En suma, en la democracia arquetípica del llamado mundo libre
estamos ante un sistema electoral vulnerable y rebasado: ya no es sólo la escasa,
y en algunos casos nula, correspondencia entre la voluntad popular y la
autoridad que formalmente emerge de ella, sino la descalificación a
priori del proceso por parte de uno de los contendientes.
Sabemos de la fortaleza institucional y los contrapesos del
sistema político estadunidense, pero eso no obsta para que algunos analistas se
pregunten: ¿Democracia ejemplar o democracia bananera?
*Presidente de la Fundación Colosio
Tomado de La Jornada / México.