América Latina tampoco es ajena al vendaval trumpista.
Después del declive de los movimientos populistas “de izquierda”, asoma uno “de
derecha"
- Fernando Mires /
Foto: EFE
Siempre las elecciones norteamericanas han sido seguidas con
sumo interés –a veces incluso con pasión- por la opinión pública mundial. Y no
faltan motivos. Aparte del espectáculo mediático que ofrecen sus preliminares,
los EE UU son, aún viendo cuestionado su poderío económico -y probablemente lo
será por un buen tiempo- una potencia tecnológica, cultural, y sobre todo,
militar. Eso quiere decir que, más allá de la voluntad de sus gobiernos, con
Trump o sin Trump, EE UU juega y seguirá jugando un rol decisivo en las
relaciones internacionales. No es exagerado afirmar entonces que del curso que
tome la política norteamericana en el futuro próximo, depende el destino de
otras naciones.
Los electores estadounidenses deciden, como todos los electores de esta tierra, de acuerdo a sus intereses, ideales y pasiones. Un norteamericano común y corriente votará por menos impuestos, por mejor atención hospitalaria, a favor o en contra de la contaminación ambiental, por los derechos de las mujeres o de los hombres o de los animales, y por tantas otras cosas. Pero para el resto del mundo hay algo más que está en juego: ese algo más es la persistencia o abolición de la doctrina Trump de la cual Trump no es el autor sino, más bien, su expresión corpórea.
¿Tiene acaso Trump una doctrina como la tuvieron Wilson,
Roosevelt, Kennedy u Obama? A primera vista pareciera que no. Pero si
observamos con detención – más allá de sus cambios de humor, de sus agresiones
verbales, o de su exagerado exhibicionismo – Trump se ajusta a una doctrina
mucho más rígida que las de sus predecesores.
Ahora, si quisiéramos resumir en tres palabras a la doctrina
Trump esas serían: Economicismo, nacionalismo y bilateralismo. La primera
palabra es la sustancial. Las otras dos son derivados de la primera.
Entendemos por economicismo la determinación de todas las
esferas de la vida por la razón económica. Trump, como muchos otros
gobernantes, es tributario de ese determinismo. Y aunque parezca ironía, la
doctrina Trump se encuentra ligada a una matriz ideológica que caracterizó al
pensamiento político-social desde mediados del siglo XlX. Las variantes de esa
ideología son fundamentalmente dos: el liberalismo económico y el marxismo.
¿El marxismo? Sí, el marxismo: mientras el liberalismo
económico propagaba a partir de Adam Smith la regulación de la sociedad
mediante “la mano invisible” del mercado, el marxismo de Marx propagaba la
regulación de la sociedad de acuerdo al desarrollo de las “fuerzas productivas”.
No sin razón, para muchos autores, el marxismo fue originariamente una
radicalización del liberalismo económico. Y el propio Marx lo testimonió: las
principales fuentes de su teoría económica son liberales, entre ellas la teoría
del valor según Adam Smith y la teoría de la renta de la tierra según David
Ricardo. Pero no insistiremos aquí en ese interesante tema. Valga solo como
enunciado.
Donald Trump es, como marxistas y neo-liberales, un
economicista radical. Eso quiere decir que todos los pilares de su política
nacional e internacional están determinados por la economía, entendiendo por
ella el aumento de la riqueza de su país. Su nacionalismo se diferencia del
nacionalismo romántico, racista o fascista proveniente de Europa. El suyo es,
antes que nada, un nacionalismo económico. América first significa no dar un
paso si este no conduce a ganancias contantes y sonantes para los EE UU. El
nacionalismo económico de Trump, visto así, es un proyecto reactivo, o si se
prefiere, regresivo. Se trata de un intento de volver a la era de las
economías-nacionales frente a los embates de una globalización que no es obra
de nadie sino un proceso objetivo no detenible. Dicho en las palabras del ex
ministro de relaciones exteriores de Alemania, Joschka Fischer: “Entre la
doctrina de “los Estados Unidos primero” de Trump y el esfuerzo del primer ministro
británico, Boris Johnson, de “volver a tomar el control”, el denominador común
es un anhelo por revivir momentos idealizados de los siglos XlX y XX” (……) “En
la práctica, estos eslóganes representan un retroceso contraproducente. Los
fundamentos de un orden nacional que enaltece la democracia, el régimen de
derecho, la seguridad colectiva y valores universales ahora lo están
desmantelando desde adentro, minando así su propio poder” (La tragedia
transatlántica, Project Syndicate, 29.09.2020).
Naturalmente, dirán sus seguidores, el intento que representa
Trump no es reprochable. ¿No es deber de todo gobierno velar primero por el
bienestar de su país antes que por el de otros? Por supuesto, es la obvia
respuesta. El problema, no obstante, aparece cuando ese bienestar tiene lugar
sobre condiciones que lesionan principios, tradiciones y acuerdos, no solo en
los EE UU. Pues un país no es un compartimento estanco, es una unidad política
y cultural formada por finos tejidos que no solo son hilados por el principio
de la competencia sino también por el de la mutua colaboración, la que no
siempre es económica. Las alianzas internacionales, por ejemplo, tienen lugar
en espacios marcados por diferencias y afinidades culturales, enemigos o
peligros comunes. Luchar en conjunto en contra del cambio climático, de la
desertificación, de la contaminación de las aguas, de las desigualdades de
género, de las constantes migraciones que provienen de las zonas ex colonizadas
y, por sobre todo, de la defensa de la democracia en contra de autocracias y
dictaduras, no son acciones que generan una rentabilidad inmediata, aunque a
largo plazo pueden ser muy rentables para sus actores. No así para Donald Trump
y los suyos. O sus decisiones son regidas por el principio de la razón económica
inmediata o no valen. Ese pareciera ser su lema.
Justamente enfocado en la pura competencia económica, Trump
detecta como principal competidor a China. Como gerente de una nación-empresa,
para Trump las palabras competidor y enemigo son prácticamente sinónimos. Y la
competencia internacional es, no puede ser otra cosa, una guerra económica.
Luego, ha declarado la guerra económica a China. Algo lógico y natural si la
superioridad de una nación fuera solamente económica. Pero, ¿es así?
China está efectivamente en condiciones de superar
económicamente a los EE UU y en el hecho lo está haciendo. Qué significa eso?
Significa solo que el volumen de crecimiento económico anual superará al de los
EE UU. Nada más.
EE UU, como segunda empresa mundial puede, sin embargo,
seguir siendo primera potencia en otros terrenos: el de la industria militar,
el de la tecnología digital, el de la cinematografía y la cultura, el de la
educación escolar y universitaria, y sobre todo, el de la producción de una
mercancía que no tiene precio: la de las libertades públicas y privadas. En ese
sentido el trumpismo parece confundir dos términos que se parecen, pero
no son lo mismo: dominación y hegemonía.
La dominación se erige sobre la base de la supremacía, la
hegemonía sobre la base de la convicción. Nadie puede imaginar, por ejemplo, que los occidentales
adoptarán el modo de vida chino, pero casi todos podemos imaginar que los
chinos adoptarán (porque lo están haciendo) el modo de vida occidental. China
puede llegar a ser una nación económicamente dominante. Los EE UU, apoyados por
el mundo político occidental, podrían llegar a ser en cambio una nación política
y culturalmente directriz (o sea, hegemónica) El proyecto de Trump, destinado
en el fondo a seguir el camino chino, solo puede ser realizado contradiciendo
el principio hegemónico representado por los EE UU. No sin razón los
intelectuales, los académicos, los artistas, los movimientos emancipadores, los
defensores de los derechos humanos, en fin, todos los que para bien o para mal
son productos netamente occidentales, nunca votarán por Trump. El
proyecto de Trump, nacido en occidente, no es políticamente occidental.
Occidente, por lo menos el occidente político, es el producto
de un larguísimo proceso de luchas democráticas. El ideal de Kant, ese mundo
basado en las diferencias articuladas en instituciones multinacionales, había
comenzado a hacerse lentamente después de las ruinas dejadas por la segunda
guerra mundial. La ONU, la UE, la NATO, incluso la OEA, surgieron con el
objetivo de garantizar la paz entre las naciones. El multilateralismo ha sido
respuesta histórica al bi-lateralismo que llevó a la destrucción de Europa. No
obstante, para el trumpismo, la multilateralidad es un obstáculo para su
proyecto nacionalista económico.
Trump, no es ningún misterio, así como ubica a su enemigo
económico en China, ubica a su enemigo político en la Europa Unida, en esa
Europa dirigida en estos momentos por Macron y Merkel. De ahí que su propósito
sea destruir la Alianza Atlántica cuyo nexo militar es la NATO. En ese proyecto
no está solo. Lo acompañan los brexistas ingleses, los populismos nacionalistas
acaudillados por líderes patriotas, confesionales e integristas como el húngaro
Orban, el polaco Kaczynski, el italiano Salvini, el neo-fascismo de Afd en
Alemania y muchos más. Pero sobre todo lo acompaña Putin y (tácitamente)
Erdogan. El primero persiguiendo el objetivo de construir un imperio
euroasiático dirigido por el Kremlim. El segundo buscando convertir a Turquía
en la nación directriz del mundo islámico. No de otra manera se explica el
silencio sepulcral de Trump frente a los desmanes internos y externos de Putin
o frente a las masacres perpetradas por Erdogan a la población kurda. Sobre el
intento de asesinato a Navalny y sobre la sublevación de los demócratas de
Bielorrusia, Trump ha guardado también silencios que rayan con la complicidad.
A fin de cuentas, sigue al anti-político proverbio árabe, hecho suyo por todas
las mafias del mundo: “los enemigos de mis enemigos son mis amigos”. Aunque
sean canallas, asesinos y dictadores.
Las elecciones norteamericanas han sido siempre importantes
para el resto del mundo. Pero las que vienen serán las más importantes
de todas. Si Biden logra imponerse, conservará sin duda algunos
logros económicos del gobierno de Trump. Pero su tarea será otra: su eventual
presidencia podría detener, o por lo menos neutralizar, la balcanización del
mundo impulsada desde Washington.
Esas elecciones dirán si el gobierno de Trump fue solo
un momento regresivo de la historia estadounidense, o el comienzo de un proyecto
destinado a reconvertir al mundo en fragmentos nacionales y nacionalistas. Ese es el dilema. Pues
Trump no es solo Trump, detrás de él están los neo- nacionalismos europeos, las
potencias euroasiáticas, los populismos resultantes de la ruina de la sociedad
industrial y, sobre todo, las masas consumistas del mundo entero.
América Latina tampoco es ajena
al vendaval trumpista. Después del declive de los movimientos populistas “de
izquierda”, asoma un populismo “de derecha” (la otra cara de la misma moneda),
patriotero, militarista, agresivo. Jair Bolsonaro en Brasil, Nayib Bukele en El
Salvador y en cierto modo Iván Duque en Colombia, ya están alineados en la
órbita trumpista. En otros países asoman nombres que buscarán sus espacios en
el futuro cercano como Luis Fernando Camacho en Bolivia y José Antonio Kast en
Chile, representantes ambos de un nacionalismo económico con importantes
enclaves en los sectores medios. Y, no por último, en Venezuela, el trumpismo
ha terminado por convertir a gran parte de la oposición – otrora liberal y
democrática- en una agrupación extremista hecha a su imagen y semejanza.
PS. Justo al terminar este artículo llega la noticia de que
Trump y su esposa han sido afectados por covid-19. Desde mi modesto lugar de
escritura, deseo a ambos una pronta recuperación.
