Hija de Regis
Debray y Elizabeth Burgos, Laurence Debray es también hija de la Revolución
Cubana, de mayo del 68 y de la generación de los militantes que se volvieron
mandarines. Así parece ser la amarga conclusión de la lectura de Hija de
revolucionarios, crónica de época y memoir, y un ajuste de cuentas entre la
Historia y la intimidad.
No existe la
marca materna en el primer gesto nominativo, el apellido es siempre un
recorrido en el nombre del padre y esa rúbrica que desde el principio de los
tiempos escritos niega la existencia de un linaje materno, es herencia y
recordatorio de la biografía del padre. Laurence es Debray y sólo el paso del
tiempo le traerá el alivio de no escuchar su nombre en los titulares de los
diarios y los noticieros del día. Las madres de sus amigos y los profesores del
colegio no dejarán de preguntarle si ella es “la hija de” hasta que su padre,
Regis Debray, se aleje definitivamente del ejercicio de la política partidaria.
Debray fue el intelectual, filósofo y teórico mano derecha de Fidel Castro
durante los primeros años de la Revolución Cubana, el mentor junto al Che del
foquismo como estrategia en la guerra de guerrillas, quien lo acompañó en la
selva boliviana para propagar la revolución en América latina hasta que fue
apresado y condenado a 30 años de cárcel, señalado por ambas partes tanto de
guerrillero como de traidor. Sartre, Malraux, De Gaulle y el papa Pablo VI
participaron en las negociaciones para que lo liberaran vía Francia, donde se
estableció definitivamente y llegó a ser Consejero de Estado de Mitterrand en
el Palacio del Elíseo. Un currículum de vida y una obra desmesuradas, una vara
sostenida desde el pedestal de la historia como para que cualquier descendencia
inicie con confianza su propio recorrido. Más aún cuando las claves de ese
pasado permanecen en cifrado de secreto generacional: ninguno de los compañeros
de los años latinoamericanos, comenzando por su ex mujer y madre de Laurence,
Elizabeth Burgos, revelarán lo que la hija quiere saber. Porque si el
disparador de estas memorias se pregunta si Regis Debray fue quien entregó al
Che en Bolivia, el entramado invisible de Hija de revolucionarios, lo que
sostiene la narración –como todo relato sobre la vida de los padres– es la
interrogación sobre la propia identidad. De qué estamos hechas, cuánto del
pasado del padre y de la madre se hereda y nos conforma, cuánta libertad de
elección hay en adoptar un camino radicalmente opuesto al de ellos. Así,
Laurence inicia la investigación preguntándose por la Revolución Cubana y por
su propio nombre: “¿Cómo es posible que mis padres aprobaran un proyecto
político como aquél? ¿Cómo pudieron pensar que una economía establecida por
funcionarios podía ser viable? ¿Pueden justificarse, en nombre de la emancipación
y la igualdad, todas las decisiones erráticas? ¿Un apellido implica valores?
¿La filiación supone obligaciones? Toda pertenencia es una cárcel; toda leyenda
una servidumbre”.
En la primera
parte de Hija de revolucionarios, Laurence se dedica a poner en contexto en qué
momento de la vida de sus padres llega ella al mundo, cuáles son sus orígenes y
cómo dialogan entre sí, aplicando una suerte de reparación histórica hacia la
figura de la madre, Elizabeth Burgos, una brillante intelectual venezolana que
formó parte de la mesa chica de Fidel y luego del gabinete de Mitterrand, pero
cuya figura quedó siempre a la sombra de la de Regis Debray. Venezuela y
Francia serán entonces los escenarios del origen: arrogancia, esplendor,
idealismo y pasión puestos a funcionar en plena época de revoluciones
tercermundistas a las que Laurence narra con un tono entre cínico (cuando da
cuenta de los contextos políticos en los que sus padres actuaron) y admirado
(cada vez que resalte el alcance de su valentía e inteligencia puesta al
servicio “desinteresado” de un ideal). La primera mitad del libro narra
entonces la historia conocida por todos y lo hace de una manera por momentos
superflua o infantil: se detiene especialmente en el material de archivo sobre
el tiempo de la captura y estadía de Debray en la cárcel boliviana y de forma
incierta concluye que no fue su padre quien delató la ubicación del Che en la
selva, apuntando contra el otro detenido, el pintor argentino Ciro Bustos. En
medio de la narración del fracaso estratégico de la guerra de guerrillas, la
autora se tranquiliza al encontrarse citada como proyecto de sus padres en el
diario del Che: “No fui un accidente sino fruto de la voluntad”, afirma, y
llama la atención el uso desprevenido que hace de estos términos en la
escritura de un libro que tiene como materia prima un lugar y un contexto
históricos en los que “voluntad”, “plan” y “accidente” combatieron tanto
práctica como semánticamente. Hay un gesto adolescente en esta primera parte en
la que la hija se coloca en la vereda de enfrente respecto de los padres, un
gesto que por momentos habilita a preguntas y reflexiones poco profundas,
juicios postulados con el diario del lunes, pero que en la segunda parte del
libro se reconducirán, haciendo que la tesis de lectura cambie por completo. El
umbral que se cruza entonces es el de la intimidad de “los héroes”, ese pasaje
en el que la incoherencia entre la acción política y la privada determinan una
tarea vital para la hija, que desplazará la acción del prócer hacia la de
prosista: encontrar esa fisura casi esquizofrénica de la vida de los padres
para habilitarse a escribir, y en esa escritura vislumbrar el sentido de su
propia historia.
La mirada de
la hija hacia sus padres, su padre mayormente, comienza entonces a ser más
adulta, más incisiva y por lo tanto más abarcadora. Laurence hace una crítica
tan incómoda como necesaria y sin concesiones a la generación que fue capaz de
dar la vida por sus ideas, mientras en el fuero íntimo hacía agua por todos
lados, cegada por la persecución de una grandeza personal escindida de los
actos privados. Así es como el derrotero personal, el edipo irresuelto de esta
hija comienza a ser el correlato de una generación desencantada: “En Francia,
los ex sesentayochistas se aferran a su puesto de mandarines, disimulan su pelo
blanco y se creen todavía flamantes seductores y unos pensadores influyentes
que no desisten de tener razón. El juvenilismo es la enfermedad senil del
izquierdismo. Sobre todo por conservar el poder y no dejar sitio a los jóvenes:
han vendido al mundo su solidaridad, pero actúan como grandes egoístas”.
Las cuentas
pendientes de la hija son en primer lugar con su padre, por eso el título hace
el intento de incluir un diálogo con la madre que no llega a tal. Tampoco Hija
de revolucionarios se puede leer en código de reflexión histórica porque la
rigurosidad de la investigación pierde la batalla contra una narrativa íntima,
dispuesta a traicionar en este “contarlo todo” para lograr una firma nueva
sobre un viejo nombre.