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Por Elías Pino Iturrieta / TOMADO DE
PRODAVINCI
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La dictadura de Maduro solo se puede sostener a través de la fuerza.
Pareciera que no se dice ahora nada nuevo, debido a que tal es o ha sido
el destino de todas las dictaduras que han existido entre nosotros. Sin
embargo, el caso de la actualidad propone la observación de rasgos
excepcionales que lo conducen a la imposibilidad absoluta de aproximarse a la
realidad para hacer tratos con ella hasta llegar a situaciones de alivio, a
búsquedas capaces de insinuar salidas que no sean cruentas.
Ninguna de las dictaduras que se han padecido desde los comienzos del siglo
XX ha contado con una reprobación tan decidida y masiva de la sociedad. Tampoco
las del siglo XIX, desde el régimen de los Monagas, si consideramos que las
reacciones de la colectividad eran entonces controladas por el interés de los
caudillos militares, quienes las manejaban a gusto en sus
escaramuzas. La presencia de una trama de voluntades dispuesta a luchar
contra el mal gobierno, como la que hoy se puede observar en su colosal
estatura a simple vista, es un fenómeno nuevo de la historia. De allí que
esté Maduro ante un rompecabezas de estreno, cuya soldadura la está
negada por inhabilidad.
El régimen de Cipriano Castro fue el primer plan autoritario del siglo XX
que pudo lograr sus objetivos porque no tuvo rivales de importancia. La
debilidad de los capitanes que se le oponían en el campo de batalla era
evidente. Descoyuntados y sin liderazgo, fueron presas fáciles del gallo
montañés. La falta de ideas que fue característica predominante del liberalismo
amarillo permitió el arraigo del nuevo discurso oficial, independientemente
de su contenido. Las cárceles repletas de soldados alicaídos fueron la
solución. La Restauración Liberal fue acabada por la veleidad
del dictador y por la cría de cuervos que permitió, sin que la sociedad se diera
por aludida.
Gómez encontró sendero cómodo para su dominación. La peinilla del compadre
había hecho la parte fundamental de la doma. Don Juan Vicente la perfeccionó
con la ayuda de los recursos provenientes del petróleo, hasta imponer una
tiranía a plenitud que no debió preocuparse por las reacciones de la sociedad.
Fueron reacciones tímidas, en todo caso, como para que en la cúpula no se
perdiera el sueño hasta la hora de la muerte física del detentador del
poder.
La fortaleza de la administración establecida a partir de 1908 permitió el
proceso denominado posgomecismo, que en buena medida significó la prolongación
de una autocracia después de la desaparición del autócrata. La sociedad
entonces se incorporó de veras a los negocios públicos, hasta el punto de
promover presiones que las administraciones de López Contreras y Medina
Angarita debieron atender por fuerza, aunque no pocas veces de grado.
Llegamos así a un primer predicamento de trascendencia histórica, en
el cual los titulares de un poder de origen dictatorial se ven ante la
obligación de averiguar lo que piensa la sociedad y de tratar de atender sus
solicitudes, aún las más atrevidas. Pero, entonces, ¿por qué se llega al
octubrismo adeco? Porque a los albaceas del tirano les faltó pericia en
el entendimiento de las señales que la sociedad les enviaba desde su
centro y desde todos sus rincones.
Durante la dictadura de Pérez Jiménez las presiones de la sociedad no
fueron constantes, ni alarmantes. El populismo del trienio pasó a hibernación
porque el oso estaba muy cansado, para que la resistencia se redujera al
sacrificio de unas vanguardias sin apoyo popular. Los partidos pujantes de la
víspera hicieron mutis por el foro, o fueron juguetes de una represión frente a
la cual no contaron con el soporte de una militancia que se suponía aguerrida.
Bastó el retorno de los tormentos de cuño gomecista, para que el Nuevo
Ideal Nacional se sintiera seguro de su novedad y de su patriótico
arraigo, sin piedras en el camino; o con el bulldozer que las aplastaba para
edificar el Círculo Militar ante la admiración general.
El establecimiento de la hegemonía de Hugo Chávez contó con el
languidecimiento de los partidos que habían sido esenciales durante el período
de la democracia representativa. ¿No eran los responsables de una convivencia
que venía dando tumbos hacia el despeñadero, hecha un estropicio? ¿No
estaban allí, justo en el momento adecuado, para llenar el catálogo de
los desahuciados? El desencanto multitudinario le vino de perlas al
carisma del comandante: estableció un vínculo afectuoso entre sus colmillos y
las ilusiones de la sociedad que no fue óbice sino soporte, que no fue
imposición sino novia frenética en luna de miel. No hubo entonces
necesidad de interpretar a la sociedad. No hacía falta. Solo era cuestión de
cortejarla, hasta donde pudieran los anzuelos del encantador. Todo en
medio de la mayor tranquilidad, sin apremios. Para hacer el mandado
bastó un huero discurso de venas abiertas y santuarios profanados.
Desaparecido el encantador y las bodas de Camacho devenidas divorcio y
oficio de difuntos, ahora a Nicolás Maduro le toca interpretar las señales del
entorno. Debe emprender al trabajo que no llevaron a cabo sus antecesores
porque no hacía falta. Ardua tarea, debido a que topa con las indicaciones de
un torbellino difícil de identificar en los anales del país debido a que jamás
se había exhibido con una estatura así de gigantesca, ni como fenómeno
compartido en términos masivos. El amor convertido en odio, la confianza
cambiada por el recelo, la obediencia trocada en insumisión, la indiferencia
sentida como vergüenza y como antigualla, la necesidad de estrenar
un republicanismo que parecía expulsado de la historia, las ganas colectivas de
vomitarlo junto con los suyos forman una reunión de informaciones que no está
en capacidad de procesar, ni siquiera en sus contenidos más superficiales; un
caudal avasallante de testimonios que no caben en su cabeza.
Un sujeto que, por ejemplo,
se aferre a las ideas que no tuvo Ezequiel Zamora y a la infinitud de la
existencia del difunto Hugo Chávez; un tipo que cree en la maldad
intrínseca que tiene habitación en la Casa Blanca; un individuo que
profesa un culto cívico militar que no tiene militares sino milicos, y
que no cuenta con ciudadanos sino con burócratas de medio pelo; un
indigente que siente la botija llena cuando no tiene en qué caerse
muerto; un simulacro de banquero que no puede acabar con el billete de cien
bolívares… jamás entenderá lo que está pasando en Venezuela, jamás calculará la
trascendencia del movimiento social que se le opone. La prehistoria no puede
sentir el advenimiento de una nueva luz de la Historia. Por consiguiente, la
existencia y la permanencia de Nicolás Maduro dependen de reprimir, de
torturar y matar. Es su destino y su condena, para general desdicha